”Me pondré en camino
adonde está mi padre, y le diré: Padre,
he pecado contra el
cielo y ante ti;
ya no merezco llamarme
hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.
27 DE MARZO
CUARTO DOMINGO DE
CUARESMA
(DOMINGO LAETARE)
(Al igual que en el Domingo
3º, cuando hay catecúmenos se pueden
escoger las lecturas
del 4º Domingo de Cuaresma del Ciclo A)
1ª Lectura: Josué
5,9-12
El pueblo de Dios
celebró la Pascua
Al entrar en la tierra
prometida.
Salmo 33:
Gustad y vez qué bueno
es el Señor.
2ª Lectura: 2 Corintios
5,17-21
Dios nos reconcilió
consigo por medio de Cristo.
PALABRA DEL DÍA
Lucas: 15,1-3.11-32
“En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los
publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas
murmuraban entre ellos: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les
dijo esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su
padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El Padre les repartió
los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo,
emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo hubo gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y
empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de
aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de
saciarse de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen
abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino
adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y ante ti; ya
no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso
en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo
vio y se conmovió; y, echando a correr,
se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado
contra el cielo y ante ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre
dijo a sus criados: “Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un
anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo;
celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido;
estaba perdido, y lo hemos encontrado. El hijo mayor estaba en el campo. Al
volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la
danza.
Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que
significaba eso.
El le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre
hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'.
El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para
rogarle que entrara,
pero él le respondió: 'Hace tantos años que te sirvo
sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un
cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.
¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber
gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!'.
Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás siempre
conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano
estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.
Versión para América
Latina extraída de la Biblia del Pueblo de Dios
“Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús
para escucharlo.
Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo:
"Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola:
Jesús dijo también: "Un hombre tenía dos hijos.
El menor de ellos dijo a su padre: 'Padre, dame la
parte de herencia que me corresponde'. Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que
tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida
licenciosa.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria
en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.
Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes
de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos.
El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas
que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi
padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!
Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré:
Padre, pequé contra el Cielo y contra ti;
ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a
uno de tus jornaleros'.
Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando
todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su
encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: 'Padre, pequé contra el Cielo y
contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo'.
Pero el padre dijo a sus servidores: 'Traigan en
seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en
los pies.
Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y
festejemos,
porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida,
estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca
de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza.
Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que
significaba eso.
El le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre
hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'.
El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para
rogarle que entrara,
pero él le respondió: 'Hace tantos años que te sirvo
sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un
cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.
¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber
gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!'.
Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás siempre
conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano
estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.
REFLEXIÓN
La parábola del hijo pródigo es una página bellísima y
consoladora. Se retratan las miserias humanas y se define la respuesta de Dios
a tantas miserias.
El hijo pródigo es el hombre que busca fuera lo que tenía que
encontrar dentro, que mendiga en la ciudad lo que le sobra en casa.
La insatisfacción le fuerza a una carrera alocada. Rompe
todos los lazos, que a él le parecían frenos y ataduras, pero que, a la verdad,
eran cuerdas de amor y cauces de superación. No sólo rompe con la familia -¡esa
maravilla de padre, que era también madre!-, sino que profana las relaciones
familiares, mercantilizándolas, convirtiéndolas en derechos y obligaciones
–“¡Dame lo que me toca!”.
Después, por la insatisfacción, se entrega al consumismo
desenfrenado, pero siempre más insatisfecho, siempre más vacío, siempre más
triste. Porque ni las cosas, por muy placenteras que sean, ni las personas
convertidas en objetos, en cosa, dan felicidad o libertad. Producen desencanto,
hastío o vacío y dependencia. La imagen del hijo convertido en porquero,
hambriento de algarrobas, le retrata perfectamente. A la larga desearía
convertirse en puerco.
Nos hace falta hablar de la actualidad de esta miseria. Este
muchacho insatisfecho se integraría perfectamente en nuestra sociedad de
consumo, en nuestras movidas, en nuestras fiestas y diversiones. Podría
terminar siendo un transeúnte desintegrado, un delincuente, un drogadicto, un
fanático de cualquier causa o cualquier ídolo.
Yo soy también hijo pródigo cuando vivo volcado hacia fuera,
cuando no sé encontrarme a mí mismo, cuando me olvido de la razón de mi vida,
cuando no busco a Dios, cuando pienso sólo en divertirme, cuando gasto
demasiado, cuando dedico demasiado tiempo a lo superfluo, cuando no me
comprometo en el trabajo y en el servicio. Acuérdate de la parábola de los
pozos, los que se esforzaban por cultivar y llenar el brocal y se olvidaban de
su razón de ser, del agua y del manantial.
El Padre es el sol de la misericordia, del perdón y de la
acogida. El Padre es ciertamente el centro de la historia, es un sol que ilumina
todo el cuadro. Toda una serie de cualidades y actitudes paterno-maternas que
conmueven. Quizá sea ésta, entre todas las palabras (nombres, verbos,
adjetivos) que podemos aplicarle, la que mejor le define: el que se conmueve y
el que nos conmueve. Es el hombre de la pasión, de las entrañas, del corazón:
el corazón conmovido ante la miseria.
Podemos destacar unas cuantas actitudes conmovedoras:
Respeta: No ata al hijo que se quiere marchar, ni le amenaza.
Conoce y comprende al hijo y sabe que tiene que ser él mismo, que debe madurar
por sí mismo, que debe aprender en la escuela de la vida. El amor no esclaviza,
no es absorbente.
Sufre: El respeto o la tolerancia no le lleva a la
indiferencia. La marcha del hijo le produce un desgarrón sangrante; herida abierta, más dolorosa cada día que
pasa. Se preguntaría el porqué. Se culpabilizaría: tal vez no había sabido
tratarle, tal vez lo había olvidado en algún momento, tal vez no había
dialogado con él lo bastante.
Espera: El sufrimiento no le lleva a la depresión y el
desencanto. Si el hijo ha roto con él, él no quiere romper con el hijo. No
dice: se acabó. No. Él sigue confiando en el hijo. Espera que algún día su hijo
resucite, se impongan sus buenos principios, el milagro. El amor espera sin
límites. Y es una esperanza activa, vigilante. Su corazón envía mensajes
constantes al hijo, y abre la ventana y sale al camino. El amor siempre vigila
y espera.
Acoge: El hijo pródigo, por fin, cuando se encontraba en una
situación lamentable, decide el retorno a la casa paterna, añorando los valores
que antes despreciaba o no valoraba lo suficiente. Le mueve el hambre, pero le
mueve más el recuerdo y el amor del padre. El hijo desanda el camino
libremente, pero es el padre quien tira de él. El padre lo presiente, el amor
no se equivoca. Sale a su encuentro. “Cuando estaba todavía lejos, su padre lo
vio”, ¡Sólo se ve bien con el corazón! “Y se conmovió”: palabra clave, núcleo
de toda la historia.
Perdona: Pero hablar de perdón es poca cosa. No sólo perdona
y olvida, sino que se conmueve, se alegra, danza interiormente, hace fiesta. No
es un perdón, es una resurrección, “estaba muerto y ha revivido”. No sólo
perdona, sino que dignifica, devuelve al hijo miserable toda su grandeza y sus
derechos: el vestido, el anillo, las sandalias, el banquete; como el verdadero
hijo que ha vuelto a encontrar.
Este padre es una fotografía de Dios, y es una versión
poética, dramática, de lo que hacía Jesús con los pecadores.
ENTRA EN TU INTERIOR
TODA UNA LECCIÓN DE SEGUIMIENTO
Sin duda, la parábola más cautivadora de Jesús es la del
“padre bueno”, mal llamada “parábola del hijo pródigo”. Precisamente este “hijo
menor” ha atraído siempre la atención de comentaristas y predicadores. Su
vuelta al hogar y la acogida increíble del padre han conmovido a todas las
generaciones cristianas.
Sin embargo, la parábola habla también del “hijo mayor”, un
hombre que permanece junto a su padre, sin imitar la vida desordenada de su
hermano, lejos del hogar. Cuando le informan de la fiesta organizada por su padre
para acoger al hijo perdido, queda desconcertado. El retorno del hermano no le
produce alegría, como a su padre, sino rabia: “se indignó y se negaba a entrar”
en la fiesta. Nunca se había marchado de casa, pero ahora se siente como un
extraño entre los suyos.
El padre sale a invitarlo con el mismo cariño con que ha
acogido a su hermano. No le grita ni le da órdenes. Con amor humilde “trata de
persuadirlo” para que entre en la fiesta de la acogida. Es entonces cuando el
hijo explota dejando al descubierto todo su resentimiento. Ha pasado toda su
vida cumpliendo órdenes del padre, pero no ha aprendido a amar como ama él.
Ahora sólo sabe exigir sus derechos y denigrar a su hermano.
Ésta es la tragedia del hijo mayor. Nunca se ha marchado de
casa, pero su corazón ha estado siempre lejos. Sabe cumplir mandamientos pero
no sabe amar. No entiende el amor de su padre a aquel hijo perdido. Él no acoge
ni perdona, no quiere saber nada con su hermano. Jesús termina su parábola sin
satisfacer nuestra curiosidad: ¿entró en la fiesta o se quedó fuera?
Envueltos en la crisis religiosa de la sociedad moderna, nos
hemos habituado a hablar de creyentes e increyentes, de practicantes y de
alejados, de matrimonios bendecidos por la Iglesia y de parejas en situación
irregular… Mientras nosotros seguimos clasificando a sus hijos, Dios nos sigue
esperando a todos, pues no es propiedad de los buenos ni de los practicantes.
Es Padre de todos.
El “hijo mayor” es una interpelación para quienes creemos
vivir junto a él. ¿Qué estamos haciendo quienes no hemos abandonado la Iglesia?
¿Asegurar nuestra supervivencia religiosa observando lo mejor posible lo
prescrito, o ser testigos del amor grande de Dios a todos sus hijos e hijas?
¿Estamos construyendo comunidades abiertas que saben comprender, acoger y
acompañar a quienes buscan a Dios entre dudas e interrogantes? ¿Levantamos
barreras o tendemos puentes? ¿les ofrecemos amistad o los miramos con recelo?
José Antonio Pagola
ORA EN TU INTERIOR
La parábola del padre bueno es una bella descripción del ser
de Dios. La parábola sale de los labios de Jesús ante la dureza y severidad de
los fariseos y los maestros de la ley al advertir que los cobradores de
impuestos y otros pecadores se acercaban a él para escucharlo. Reprueban la
actitud de Jesús porque los acoge y porque incluso tiene la osadía de comer con
ellos. Para Jesús, las personas siguen siendo personas, aunque estén marginadas
por la sociedad. Para los fariseos, algunas personas dejan de serlo porque no
entran en el grupo de los buenos.
Dios lo único que no puede dejar de hacer es amar. Si no
amara, no sería Dios. Nuestra mentalidad queda totalmente desbordada anta la
grandeza de este amor. Y tenemos tendencia a poner diques a la inmensidad de
Dios. Entonces, tal vez con buena intención, le decimos que sus caminos
ciertamente no son nuestros caminos y que se equivoca. Nos creemos, a veces,
autorizados a enmendarle la plana. ¡Cuántas veces, hermanos y hermanas, hemos
hecho el papel del hijo mayor de la parábola!
Dios, en Jesucristo, nos ha revestido con su propio traje de
gala; el amor. Nos ha reconciliado de una vez para siempre. Nos ha calzado con
las sandalias de la libertad de los hijos para que nada ni nadie nos esclavice.
Nos ha colocado el anillo de su alianza en un amor imperecedero.
Éste es el cristiano que, ligero de equipaje, tan sólo
provisto de la certeza de que Dios lo ha reconciliado con él de una vez para
siempre, prosigue en su camino cuaresmal afianzado en su fe en un Dios de
misericordia y espoleado por una esperanza de amor sin límites. Y todo ello se
hace realidad en un compromiso más sincero de armonía interior, de acogida
fraterna y de trato filial con Dios.
Expliquemos el
Evangelio a los niños.
Imágenes de Patxi
Velasco FANO.
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