14 DE
ABRIL
DOMINGO
DE RAMOS
EN LA
PASIÓN DEL SEÑOR
PALABRA
PARA LA PROCESIÓN DE LOS RAMOS
Lucas:
19,28-40
“Jesús iba hacia Jerusalén, marchando a la cabeza. Al
acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó a
dos discípulos diciéndoles: “Id a la aldea de enfrente: al entrar encontraréis
un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si
alguien os pregunta: “¿Por qué lo desatáis?”, contestadle: “El Señor lo
necesita”. Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho. Mientras
desataban el borrico, los dueños les preguntaron: “¿Por qué desatáis el
borrico?” Ellos contestaron: “El Señor lo necesita”. Se lo llevaron a Jesús, lo
aparejaron con sus mantos, y le ayudaron a montar. Según iba avanzando, la
gente alfombraba el camino con los mantos. Y cuando se acercaba ya la bajada
del monte de los Olivos, la masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron
a alabar a Dios a gritos por todos los milagros que habían visto, diciendo:
“¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria
en lo alto”. Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: “Maestro, reprende
a tus discípulos”. Él replicó: “Os digo, que si estos callan, gritarían las
piedras”.
MISA DEL
DÍA
1ª
Lectura: Isaías; 50,4-7
No aparté
mi rostro de los insultos,
y sé que
no quedaré avergonzado.
Salmo 21:
Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
2ª
Lectura: Filipenses: 2,6-11
Cristo se
humilló a sí mismo; por eso Dios lo exaltó.
PALABRA
DEL DÍA
PASIÓN DE
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Lucas:
23,1-49
“El senado del pueblo, o sea, sumos sacerdotes y letrados, se
levantaron y llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo
diciendo: “Hemos comprobado que este anda amotinando a nuestra nación, y
oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías
rey”. Pilato preguntó a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Él le
contestó: “Tú lo dices”. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba: “No
encuentro ninguna culpa en este hombre. Ellos insistían con más fuerza
diciendo: “Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta
aquí”. Pilato, al oírlo, preguntó si era galileo; y al enterarse que era de la
jurisdicción de Herodes, se lo remitió. Herodes estaba precisamente en
Jerusalén por aquellos días. Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento;
pues hacía bastante tiempo que quería verlo, porque oía hablar de él y esperaba
verlo hacer algún milagro. Le hizo un interrogatorio bastante largo; pero él no
le contestó ni palabra. Estaban allí los sumos sacerdotes y los letrados
acusándolo con ahínco. Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se
burló de él; y, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel
mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy
mal. Pilato, convocando a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo,
les dijo: “Me habéis traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; y
resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en
este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco, porque
nos lo ha remitido: ya veis que nada digno de muerte se le ha probado. Así que
le daré un escarmiento y lo soltaré. Por la fiesta tenía que soltarles a uno.
Ellos vociferaron en masa diciendo: “¡Fuera ese! Suéltanos a Barrabás”. (A este
lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un
homicidio). Pilato volvió a dirigirle la palabra con intención de soltar a
Jesús. Pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Él les dijo
por tercera vez: “Pues, ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ningún delito
que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré”. Ellos
se le echaban encima pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo el
griterío. Pilato decidió que se cumpliera su petición: soltó al que le pedían
(al que habían metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo
entregó a su arbitrio. Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón
de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevase
detrás de Jesús. Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban
golpes y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
“Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotros y por vuestros
hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: “Dichosas las estériles y
los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces
empezarán a decirles a los montes: “Desplomaos sobre mostros”! y a las colinas:
“Sepultadnos”; porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?.
Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él. Y cuando
llegaron al lugar llamado “La Calavera”, lo crucificaron allí, a él y a los
malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y se repartieron sus ropas
echándolas a suerte. El pueblo estaba mirando. Las autoridades le hacían muecas
diciendo: “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de
Dios, el elegido”. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre
y diciendo: “si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había encima
un letrero en escritura griega, latina y hebrea: ESTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS.
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: “¿No eres tú el
Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro le increpaba: “¿Ni
siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo,
porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en
nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le
respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Era ya eso de
mediodía y vinieron las tinieblas sobre toda la región, hasta la media tarde;
porque se escureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente,
dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu””. Y dicho esto, expiró. El
centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios diciendo: “realmente, este
hombre era justo”. Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo,
habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho. Todos sus
conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo habían
seguido desde Galilea y que estaban mirando”.
Versión
para Latinoamérica extraída de la Biblia del Pueblo de Dios
“Dejó en libertad al que ellos pedían, al que había sido
encarcelado por sedición y homicidio, y a Jesús lo entregó al arbitrio de
ellos.
Cuando lo llevaban, detuvieron a un tal Simón de Cirene, que
volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de
Jesús.
Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que
se golpeaban el pecho y se lamentaban por él.
Pero Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo: "¡Hijas
de Jerusalén!, no lloren por mí; lloren más bien por ustedes y por sus hijos.
Porque se acerca el tiempo en que se dirá: ¡Felices las
estériles, felices los senos que no concibieron y los pechos que no
amamantaron!
Entonces se dirá a las montañas: ¡Caigan sobre nosotros!, y a
los cerros: ¡Sepúltennos!
Porque si así tratan a la leña verde, ¿qué será de la leña
seca?".
Con él llevaban también a otros dos malhechores, para ser
ejecutados.
Cuando llegaron al lugar llamado "del Cráneo", lo
crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a su
izquierda.
Jesús decía: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen". Después se repartieron sus vestiduras, sorteándolas entre ellos.
El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose,
decían: "Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de
Dios, el Elegido!".
También los soldados se burlaban de él y, acercándose para
ofrecerle vinagre,
le decían: "Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti
mismo!".
Sobre su cabeza había una inscripción: "Este es el rey
de los judíos".
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo:
"¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros".
Pero el otro lo increpaba, diciéndole: "¿No tienes temor
de Dios, tú que sufres la misma pena que él?
Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras
culpas, pero él no ha hecho nada malo".
Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a
establecer tu Reino".
El le respondió: "Yo te aseguro que hoy estarás conmigo
en el Paraíso".
Era alrededor del mediodía. El sol se eclipsó y la oscuridad
cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde.
El velo del Templo se rasgó por el medio.
Jesús, con un grito, exclamó: "Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu". Y diciendo esto, expiró.
Cuando el centurión vio lo que había pasado, alabó a Dios,
exclamando: "Realmente este hombre era un justo".
Y la multitud que se había reunido para contemplar el
espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho.
Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde
Galilea permanecían a distancia, contemplando lo sucedido.
Llegó entonces un miembro del Consejo, llamado José, hombre
recto y justo,
que había disentido con las decisiones y actitudes de los
demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios.
Fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús.
Después de bajarlo de la cruz, lo envolvió en una sábana y lo
colocó en un sepulcro cavado en la roca, donde nadie había sido sepultado.
Era el día de la Preparación, y ya comenzaba el sábado.
Las mujeres que habían venido de Galilea con Jesús siguieron
a José, observaron el sepulcro y vieron cómo había sido sepultado.
Después regresaron y prepararon los bálsamos y perfumes, pero
el sábado observaron el descanso que prescribía la Ley”.
REFLEXIÓN
LA PASIÓN
SEGÚN LUCAS: EL EVANGELISTA DEL CICLO C.
Silencio
ante Herodes (Lc 23,9)
Sólo Lucas nos recoge
esta escena de la Pasión. Jesús fue llevado de Pilato a Herodes y de Herodes a
Pilato. Era un juego de intereses y cobardías. Y resulta que, en el camino del
uno y del otro, Jesús les reconcilió, “se hicieron amigos, pues antes estaban
enemistados” (23,12).
Lo que más nos
impresiona es el silencio de Jesús. Es un silencio muy elocuente, que se repite
a lo largo de la Pasión, pero aquí es aún más significativo. Contrasta con “la
palabrería” de Herodes. El rey es vano y superficial, Jesús es digno,
auténtico. No quiere ser un bufón de la corte o una estrella para el
espectáculo.
Un silencio lleno de
dignidad y profundidad, no sólo en cuanto a palabras, sino en cuanto a signos.
Podía haber hablado con señales, pero no quiso comprar su libertad ni con
palabras ni con milagros. Hubiera sido como una broma al Espíritu que había
recibido.
Consuelo
de los que lloran (Lc 23,27-31)
Lucas recoge las
lágrimas de estas buenas mujeres, que son la flor de la ternura, uno de los
aspectos más luminosos de la Pasión. Son lágrimas de desconsuelo, lágrimas nada
más, lágrimas de mujeres compasivas, pero son un reflejo de la parte sana del
pueblo, una manifestación de los pequeños, de los pobres de Yahveh, de los que
no tienen fuerza contra el poder, pero que agradan extraordinariamente a Dios.
Estas lágrimas son muy valiosas, como las dos monedas de la viuda en el templo,
como las lágrimas de todos los pobres y todas las víctimas.
Para Jesús no pasan
inadvertidas. Olvidándose de su situación desesperada, agradece su compasión y
las consuela. No lloréis por mí…
Palabras
de perdón (Lc 23,34)
De la cruz otros
evangelistas recogen el grito desgarrado del abandono. Lucas tres hermosas
palabras, la primera de perdón. Mientras le crucificaban. Cristo está rezando
al Padre y suplicando el perdón para sus verdugos, que “no saben lo que hacen”.
Necesitábamos esta
palabra viva. Muchas veces nos había enseñado Jesús que perdonáramos y que
amáramos a los enemigos. Nos parecía imposible. Ahora sabemos que sí, que se
puede perdonar siempre, que se puede perdonar todo. Jesús es un maestro en el
arte del perdón.
Promesas
y esperanzas (Lc 23,42-43)
La segunda palabra
recogida por Lucas en la cruz es una gran promesa a una buena persona y a un
“buen ladrón”.
Este hombre tiene una
vista extraordinaria, porque es capaz de ver en ese compañero de suplicios al
verdadero Rey y Señor. Una fe muy hermosa. Este va a ser la última oveja
perdida que Jesús recupera; con ella de la mano, o quizá sobre el hombro, se
presentará al Padre.
El ladrón no se atrevía
a pedir más que un recuerdo cuando llegue a su Reino. Jesús le promete eterna
compañía y pronta liberación: ya, hoy mismo, cuando el día está acabando,
estarás conmigo en el Paraíso, y allí ya no tendrás que robar, te bañarás en la
abundancia de Dios.
El grito
de la confianza (Lc 23,46)
Lucas nos explica el
sentido del grito de Jesús al expirar. Era un grito de entrega total al Padre:
“A tus manos encomiendo mi espíritu”, toda mi vida, en tus manos, Padre. En el
momento decisivo de la muerte, un grito de confianza absoluta. La última
palabra: Padre. Fue la primera: aquí estoy. Padre. Y es la última: A ti voy.
Padre.
En algún momento de la
Pasión y la cruz, Jesús sintió la duda y el abandono total y lo gritó. ¿Dónde
estás, Dios mío? ¿Tiene algún sentido todo esto? Ahora al final, vuelve la luz,
la paz, la presencia. Ahora sabe que no caerá en el vacío, que la muerte es
fecunda. La victoria de la fe, del amor.
ENTRA EN
TU INTERIOR
Escándalo
y locura.
Los primeros cristianos
lo sabían. Su fe en un Dios crucificado solo podía ser vista como un escándalo
y una locura. ¿A quién se le ha ocurrido decir algo tan absurdo y horrendo de
Dios? Nunca religión alguna se ha atrevido a confesar algo semejante.
Ciertamente, lo primero
que todos descubrimos en el Crucificado del Gólgota, torturado injustamente
hasta la muerte por las autoridades religiosas y el poder político, es la
fuerza destructora del mal, la crueldad del odio y el fanatismo de la justicia.
Pero ahí precisamente, en esa víctima inocente, los seguidores de Jesús vemos a
Dios identificado con todas las víctimas de todos los tiempos.
Despojado de todo poder
dominador, de toda belleza estética, de todo éxito político y toda aureola
religiosa, Dios se nos revela, en lo más puro e insondable de su misterio, como
amor y solo amor. Por eso padece con nosotros, sufre nuestros sufrimientos y
muere nuestra muerte.
Este Dios crucificado
no es el Dios poderoso y controlador, que trata de someter a sus hijos e hijas
buscando siempre su gloria y honor. Es un Dios humilde y paciente, que respeta
hasta el final nuestra libertad, aunque nosotros abusemos una y otra vez de su
amor. Prefiere ser víctima de sus criaturas que verdugo suyo.
Este Dios crucificado no es tampoco el Dios
justiciero, resentido y vengativo que todavía sigue turbando la conciencia de
no pocos creyentes. Dios no responde al mal con mal. “En Cristo está Dios, no
tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino reconciliando al
mundo consigo” (2 Cor 5,19). Mientras nosotros hablamos de méritos, culpas o
derechos adquiridos, Dios nos está acogiendo a todos con su amor insondable y
su perdón.
Este Dios crucificado
se revela hoy en todas las víctimas inocentes. Está en la cruz del Calvario y
está en todas las cruces donde sufren y mueren los más inocentes: los niños
hambrientos y no nacidos, las mujeres maltratadas, los torturados por los
verdugos del poder, los explotados por nuestro bienestar, los olvidados por
nuestra religión.
Los cristianos seguimos celebrando al Dios
crucificado, para no olvidar nunca el recuerdo de todos los crucificados. Es un
escándalo y una locura. Sin embargo, para quienes seguimos a Jesús y creemos en
el misterio redentor que se encierra en su muerte, es la fuerza que sostiene
nuestra esperanza y nuestra lucha por un mundo más humano.
José Antonio Pagola
ORA EN TU
INTERIOR
Estas realidades no son
cosa del pasado. La Pasión y la Pascua se prolongan. Miramos al Cristo del siglo
I y al Cristo del siglo XXI. La historia se repite, pero multiplicada por
millones. “Masas dolientes y hambrientas a causa de la injusticia humana
reclaman la victoria de la vida, la resurrección, la exaltación en el Reino de
Dios, que está en marcha”.
Está en marcha. El
triunfo se ha anticipado en Jesucristo, pero no se ha completado. Seguimos, no
recordando, sino celebrando y viviendo el drama. Porque sí, “en esperanza
fuimos salvados” (Rom 8,24).
Expliquemos
el Evangelio a los niños
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