“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que
viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!
9 DE
ABRIL
DOMINGO
DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
Lectura
para la bendición de los ramos: Mateo 21,1-11
“Cuando se acercaba a Jerusalén y llegaron a
Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles:
“Id a la aldea de enfrente, encontraréis enseguida una borrica atada con su
pollino, desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo, contestadle que el
Señor los necesita y los devolverá pronto”. Esto ocurrió para que se cumpliese
lo que dijo el profeta: “Decid a la hija de Sión: “Mira a tu rey, que viene a
ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila”. Fueron los
discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la borrica y el
pollino, echaron encima sus mantos, y Jesús se montó. La multitud extendió sus
mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árbol y alfombraban la calzada.
Y la gente que iba delante y detrás gritaba: “¡Hosanna al Hijo de David!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!”. Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad
preguntaba alborotada: “¿Quién es éste?”. La gente que venía con él decía: “Es
Jesús de Nazaret de Galilea”.
MISA
1ª
Lectura: Isaías 50,4-7
No me
tapé el rostro ante los ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado.
Salmo 21
Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
2ª
Lectura: Filipenses 2,6-11
PALABRA
DEL DÍA
Pasión
según San Mateo 26,14-27,66 (Texto breve)
“En aquel tiempo, Jesús
fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó: -¿Eres tú el rey
de los judíos? Jesús respondió: -Tú lo dices. Y mientras lo acusaban los sumos
sacerdotes y los senadores no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó:
-¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti? Como no contestaba a ninguna
pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador
solía soltar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso
famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato: -¿A quién
queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías? Pues
sabía que se lo habían entregado por envidia. Y mientras estaba sentado en el
tribunal, su mujer le mandó a decir: -No te metas con ese justo porque esta
noche he sufrido mucho soñando con él. Pero los sumos sacerdotes y los
senadores convencieron a la gente que pidieran el indulto de Barrabás y la
muerte de Jesús. El gobernador preguntó: -¿A cuál de los dos queréis que os
suelte? Ellos dijeron: -A Barrabás. Pilato les preguntó: -¿Y qué hago con
Jesús, llamado el Mesías? Contestaron todos: -Que lo crucifiquen. Pilato
insistió: -Pues, ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban más fuerte: -¡Que lo
crucifiquen! Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario se estaba
formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos en presencia del pueblo,
diciendo: -Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros! Y el pueblo entero
contestó: -¡su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos! Entonces les
soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo
crucificaran. Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y
reunieron alrededor de él a toda la compañía: lo desnudaron y le pusieron un
manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la
cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando ante él la rodilla,
se burlaban de él diciendo: -¡Salve, rey de los judíos! Luego lo escupían le
quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y terminada la burla, le
quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar. Al salir,
encontraron a un hombre de Cirene, llamado simón, y lo forzaron a que llevara
la cruz. Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir: “La
Calavera”), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no
quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a
suertes y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un
letrero con la acusación: ESTE ES JESÚS, EL REY DE LOS JUDÍOS. Crucificaron con
él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban, lo
injuriaban y decían meneando la cabeza: -Tú que destruías el templo y lo
reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la
cruz. Los sumos sacerdotes con los letrados y los senadores se burlaban también
diciendo: -A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¿No es el rey de Israel?
Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo
quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios? Hasta los
bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban. Desde el mediodía hasta
la medía tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde,
Jesús gritó: -Elí, Elí, lamá sabaktaní. (Es decir: -Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?). Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron:
-A Elías llama éste. Uno de ellos fue corriendo; en seguida cogió una esponja
empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás
decían: -Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo. Jesús dio otro grito fuerte y
exhaló el espíritu. Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba
abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos
cuerpos de santos que habían muerto resucitaron. Después que él resucitó
salieron de las tumbas, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos.
El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo
que pasaba dijeron aterrorizados: -Realmente éste era Hijo de Dios.”.
Versión
para América Latina extraída de la Biblia del Pueblo de Dios
“Unos días antes de la
fiesta de Pascua, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron
en el palacio del Sumo Sacerdote, llamado Caifás,
y se pusieron de
acuerdo para detener a Jesús con astucia y darle muerte.
Pero decían: "No
lo hagamos durante la fiesta, para que no se produzca un tumulto en el
pueblo".
Entonces uno de los
Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes
y les dijo:
"¿Cuánto me darán si se lo entrego?". Y resolvieron darle treinta
monedas de plata.
Desde ese momento,
Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo.
El primer día de los
Ácimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: "¿Dónde quieres que te
preparemos la comida pascual?".
El respondió:
"Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: 'El Maestro dice:
Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis
discípulos'".
Ellos hicieron como
Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua.
Al atardecer, estaba a
la mesa con los Doce
y, mientras comían,
Jesús les dijo: "Les aseguro que uno de ustedes me entregará".
Profundamente apenados,
ellos empezaron a preguntarle uno por uno: "¿Seré yo, Señor?".
El respondió: "El
que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar.
El Hijo del hombre se
va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre
será entregado: más le valdría no haber nacido!".
Judas, el que lo iba a
entregar, le preguntó: "¿Seré yo, Maestro?". "Tú lo has
dicho", le respondió Jesús.
Mientras comían, Jesús
tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos,
diciendo: "Tomen y coman, esto es mi Cuerpo".
Después tomó una copa,
dio gracias y se la entregó, diciendo: "Beban todos de ella,
porque esta es mi
Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión de
los pecados.
Les aseguro que desde
ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que beba con
ustedes el vino nuevo en el Reino de mi Padre".
Después del canto de
los Salmos, salieron hacia el monte de los Olivos.
Entonces Jesús les
dijo: "Esta misma noche, ustedes se van a escandalizar a causa de mí.
Porque dice la Escritura: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del
rebaño.
Pero después que yo
resucite, iré antes que ustedes a Galilea".
Pedro, tomando la
palabra, le dijo: "Aunque todos se escandalicen por tu causa, yo no me
escandalizaré jamás".
Jesús le respondió:
"Te aseguro que esta misma noche, antes que cante el gallo, me habrás
negado tres veces".
Pedro le dijo:
"Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré". Y todos los
discípulos dijeron lo mismo.
Cuando Jesús llegó con
sus discípulos a una propiedad llamada Getsemaní, les dijo: "Quédense
aquí, mientras yo voy allí a orar".
Y llevando con él a
Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse.
Entonces les dijo:
"Mi alma siente una tristeza de muerte. Quédense aquí, velando
conmigo".
Y adelantándose un
poco, cayó con el rostro en tierra, orando así: "Padre mío, si es posible,
que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la
tuya".
Después volvió junto a
sus discípulos y los encontró durmiendo. Jesús dijo a Pedro: "¿Es posible
que no hayan podido quedarse despiertos conmigo, ni siquiera una hora?
Estén prevenidos y oren
para no caer en la tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne
es débil".
Se alejó por segunda
vez y suplicó: "Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo
beba, que se haga tu voluntad".
Al regresar los
encontró otra vez durmiendo, porque sus ojos se cerraban de sueño.
Nuevamente se alejó de
ellos y oró por tercera vez, repitiendo las mismas palabras.
Luego volvió junto a
sus discípulos y les dijo: "Ahora pueden dormir y descansar: ha llegado la
hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores.
¡Levántense! ¡Vamos! Ya
se acerca el que me va a entregar".
Jesús estaba hablando
todavía, cuando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de una multitud con espadas
y palos, enviada por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo.
El traidor les había
dado esta señal: "Es aquel a quien voy a besar. Deténganlo".
Inmediatamente se
acercó a Jesús, diciéndole: "Salud, Maestro", y lo besó.
Jesús le dijo:
"Amigo, ¡cumple tu cometido!". Entonces se abalanzaron sobre él y lo
detuvieron.
Uno de los que estaban
con Jesús sacó su espada e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la
oreja.
Jesús le dijo:
"Guarda tu espada, porque el que a hierro mata a hierro muere.
¿O piensas que no puedo
recurrir a mi Padre? El pondría inmediatamente a mi disposición más de doce
legiones de ángeles.
Pero entonces, ¿cómo se
cumplirían las Escrituras, según las cuales debe suceder así?".
Y en ese momento dijo
Jesús a la multitud: "¿Soy acaso un ladrón, para que salgan a arrestarme
con espadas y palos? Todos los días me sentaba a enseñar en el Templo, y
ustedes no me detuvieron".
Todo esto sucedió para
que se cumpliera lo que escribieron los profetas. Entonces todos los discípulos
lo abandonaron y huyeron.
Los que habían
arrestado a Jesús lo condujeron a la casa del Sumo Sacerdote Caifás, donde se
habían reunido los escribas y los ancianos.
Pedro lo seguía de
lejos hasta el palacio del Sumo Sacerdote; entró y se sentó con los servidores,
para ver cómo terminaba todo.
Los sumos sacerdotes y
todo el Sanedrín buscaban un falso testimonio contra Jesús para poder
condenarlo a muerte;
pero no lo encontraron,
a pesar de haberse presentado numerosos testigos falsos. Finalmente, se
presentaron dos
que declararon:
"Este hombre dijo: 'Yo puedo destruir el Templo de Dios y reconstruirlo en
tres días'".
El Sumo Sacerdote,
poniéndose de pie, dijo a Jesús: "¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos
declaran contra ti?".
Pero Jesús callaba. El
Sumo Sacerdote insistió: "Te conjuro por el Dios vivo a que me digas si tú
eres el Mesías, el Hijo de Dios".
Jesús le respondió:
"Tú lo has dicho. Además, les aseguro que de ahora en adelante verán al
Hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir sobre las nubes
del cielo".
Entonces el Sumo
Sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: "Ha blasfemado, ¿Qué necesidad
tenemos ya de testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia.
¿Qué les parece?".
Ellos respondieron: "Merece la muerte".
Luego lo escupieron en
la cara y lo abofetearon. Otros lo golpeaban,
diciéndole: "Tú,
que eres el Mesías, profetiza, dinos quién te golpeó".
Mientras tanto, Pedro
estaba sentado afuera, en el patio. Una sirvienta se acercó y le dijo: "Tú
también estabas con Jesús, el Galileo".
Pero él lo negó delante
de todos, diciendo: "No sé lo que quieres decir".
Al retirarse hacia la
puerta, lo vio otra sirvienta y dijo a los que estaban allí: "Este es uno
de los que acompañaban a Jesús, el Nazareno".
Y nuevamente Pedro negó
con juramento: "Yo no conozco a ese hombre".
Un poco más tarde, los
que estaban allí se acercaron a Pedro y le dijeron: "Seguro que tú también
eres uno de ellos; hasta tu acento te traiciona".
Entonces Pedro se puso
a maldecir y a jurar que no conocía a ese hombre. En seguida cantó el gallo,
y Pedro recordó las
palabras que Jesús había dicho: "Antes que cante el gallo, me negarás tres
veces". Y saliendo, lloró amargamente.
Cuando amaneció, todos
los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo deliberaron sobre la manera de hacer
ejecutar a Jesús.
Después de haberlo
atado, lo llevaron ante Pilato, el gobernador, y se lo entregaron.
Judas, el que lo
entregó, viendo que Jesús había sido condenado, lleno de remordimiento,
devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos,
diciendo: "He
pecado, entregando sangre inocente". Ellos respondieron: "¿Qué nos
importa? Es asunto tuyo".
Entonces él, arrojando
las monedas en el Templo, salió y se ahorcó.
Los sumos sacerdotes,
juntando el dinero, dijeron: "No está permitido ponerlo en el tesoro,
porque es precio de sangre".
Después de deliberar,
compraron con él un campo, llamado "del alfarero", para sepultar a
los extranjeros.
Por esta razón se lo
llama hasta el día de hoy "Campo de sangre".
Así se cumplió lo
anunciado por el profeta Jeremías: Y ellos recogieron las treinta monedas de
plata, cantidad en que fue tasado aquel a quien pusieron precio los israelitas.
Con el dinero se compró
el "Campo del alfarero", como el Señor me lo había ordenado.
Jesús compareció ante
el gobernador, y este le preguntó: "¿Tú eres el rey de los judíos?".
El respondió: "Tú lo dices".
Al ser acusado por los
sumos sacerdotes y los ancianos, no respondió nada.
Pilato le dijo:
"¿No oyes todo lo que declaran contra ti?".
Jesús no respondió a
ninguna de sus preguntas, y esto dejó muy admirado al gobernador.
En cada Fiesta, el
gobernador acostumbraba a poner en libertad a un preso, a elección del pueblo.
Había entonces uno
famoso, llamado Barrabás.
Pilato preguntó al
pueblo que estaba reunido: "¿A quién quieren que ponga en libertad, a
Barrabás o a Jesús, llamado el Mesías?".
El sabía bien que lo
habían entregado por envidia.
Mientras estaba sentado
en el tribunal, su mujer le mandó decir: "No te mezcles en el asunto de
ese justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo sufrir
mucho".
Mientras tanto, los
sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la multitud que pidiera la
libertad de Barrabás y la muerte de Jesús.
Tomando de nuevo la
palabra, el gobernador les preguntó: "¿A cuál de los dos quieren que ponga
en libertad?". Ellos respondieron: "A Barrabás".
Pilato continuó:
"¿Y qué haré con Jesús, llamado el Mesías?". Todos respondieron:
"¡Que sea crucificado!".
El insistió: "¿Qué
mal ha hecho?". Pero ellos gritaban cada vez más fuerte: "¡Que sea
crucificado!".
Al ver que no se
llegaba a nada, sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó
las manos delante de la multitud, diciendo: "Yo soy inocente de esta
sangre. Es asunto de ustedes".
Y todo el pueblo
respondió: "Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros
hijos".
Entonces, Pilato puso
en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó
para que fuera crucificado.
Los soldados del
gobernador llevaron a Jesús al pretorio y reunieron a toda la guardia alrededor
de él.
Entonces lo
desvistieron y le pusieron un manto rojo.
Luego tejieron una
corona de espinas y la colocaron sobre su cabeza, pusieron una caña en su mano
derecha y, doblando la rodilla delante de él, se burlaban, diciendo:
"Salud, rey de los judíos".
Y escupiéndolo, le
quitaron la caña y con ella le golpeaban la cabeza.
Después de haberse
burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron de nuevo sus vestiduras y lo
llevaron a crucificar.
Al salir, se
encontraron con un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo obligaron a llevar la
cruz.
Cuando llegaron al
lugar llamado Gólgota, que significa "lugar del Cráneo",
le dieron de beber vino
con hiel. El lo probó, pero no quiso tomarlo.
Después de
crucificarlo, los soldados sortearon sus vestiduras y se las repartieron;
y sentándose allí, se quedaron
para custodiarlo.
Colocaron sobre su
cabeza una inscripción con el motivo de su condena: "Este es Jesús, el rey
de los judíos".
Al mismo tiempo, fueron
crucificados con él dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda.
Los que pasaban, lo
insultaban y, moviendo la cabeza,
decían: "Tú, que
destruyes el Templo y en tres días lo vuelves a edificar, ¡sálvate a ti mismo,
si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!".
De la misma manera, los
sumos sacerdotes, junto con los escribas y los ancianos, se burlaban, diciendo:
"¡Ha salvado a
otros y no puede salvarse a sí mismo! Es rey de Israel: que baje ahora de la
cruz y creeremos en él.
Ha confiado en Dios;
que él lo libre ahora si lo ama, ya que él dijo: "Yo soy Hijo de
Dios".
También lo insultaban
los ladrones crucificados con él.
Desde el mediodía hasta
las tres de la tarde, las tinieblas cubrieron toda la región.
Hacia las tres de la
tarde, Jesús exclamó en alta voz: "Elí, Elí, lemá sabactani", que
significa: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".
Algunos de los que se
encontraban allí, al oírlo, dijeron: "Está llamando a Elías".
En seguida, uno de ellos
corrió a tomar una esponja, la empapó en vinagre y, poniéndola en la punta de
una caña, le dio de beber.
Pero los otros le
decían: "Espera, veamos si Elías viene a salvarlo".
Entonces Jesús,
clamando otra vez con voz potente, entregó su espíritu.
Inmediatamente, el velo
del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se
partieron
y las tumbas se
abrieron. Muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron
y, saliendo de las
tumbas después que Jesús resucitó, entraron en la Ciudad santa y se aparecieron
a mucha gente.
El centurión y los
hombres que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que pasaba, se
llenaron de miedo y dijeron: "¡Verdaderamente, este era el Hijo de
Dios!".
Había allí muchas
mujeres que miraban de lejos: eran las mismas que habían seguido a Jesús desde
Galilea para servirlo.
Entre ellas estaban
María Magdalena, María -la madre de Santiago y de José- y la madre de los hijos
de Zebedeo.
Al atardecer, llegó un
hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de
Jesús,
y fue a ver a Pilato
para pedirle el cuerpo de Jesús. Pilato ordenó que se lo entregaran.
Entonces José tomó el
cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia
y lo depositó en un
sepulcro nuevo que se había hecho cavar en la roca. Después hizo rodar una gran
piedra a la entrada del sepulcro, y se fue.
María Magdalena y la
otra María estaban sentadas frente al sepulcro.
A la mañana siguiente,
es decir, después del día de la Preparación, los sumos sacerdotes y los
fariseos se reunieron y se presentaron ante Pilato,
diciéndole:
"Señor, nosotros nos hemos acordado de que ese impostor, cuando aún vivía,
dijo: 'A los tres días resucitaré'.
Ordena que el sepulcro
sea custodiado hasta el tercer día, no sea que sus discípulos roben el cuerpo y
luego digan al pueblo: '¡Ha resucitado!'. Este último engaño sería peor que el
primero".
Pilato les respondió:
"Ahí tienen la guardia, vayan y aseguren la vigilancia como lo crean
conveniente".
Ellos fueron y
aseguraron la vigilancia del sepulcro, sellando la piedra y dejando allí la
guardia."
REFLEXIÓN
Viene Jesús a Jerusalén a celebrar la Pascua, con sus
discípulos, pero sabiendo que para él iba a tener un significado decisivo, que
cambiaría su historia personal y la historia del mundo. Por lo pronto suponía
una fuerte angustia: “Ahora mi alma está turbada… ¡Padre, líbrame de esta hora!
Pero ¿si he llegado a esta hora para esto!” (Jn 12,27). En otro momento hace
también referencia a esta tensión íntima: “Con un Bautismo tengo que ser
bautizado y ‘qué angustia hasta que se cumpla!” (Lc 12,50). Pero también
suponía un fuerte deseo: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con
vosotros” (Lc 22,15). Se trataba ciertamente de una verdadera agonía, una lucha
de muerte entre el instinto conservador y la fuerza del amor. Porque el amor
llegaba ahora en Jesús a su máxima expresión. Era un amor semejante al fuego:
“He venido a traer fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que estuviera ya
ardiendo!” (Lc 12,49).
Llega por fin a Jerusalén. Es una ciudad espléndida y
santa, pero es también la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que le
son enviados, una ciudad ciega y cruel. Jesús, al ver la ciudad, no puede
contener las lágrimas. Podría ser para ella un día memorable, el tiempo de la
gracia y la salvación. Pero Jerusalén no comprende, estaba cerrada en sí misma
y era incapaz de reconocer a aquel que le traía la paz y la salvación. Trágicas
serán sus consecuencias.
Ahora es el tiempo del Siervo. El Siervo es el anticipo
del rey o del amo. Jesús había manifestado claramente su opción, rechazando los
ideales que manifestaban sus discípulos: “Los jefes de las naciones las
tiranizan, y los grandes las oprimen… Pero no ha de ser así entre vosotros,
sino que el que quiera llegar a ser grande… será vuestro servidor… que tampoco
el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida como
rescate por muchos” (Mc 10, 42.45). Este mismo tema lo coloca Lucas en la
Última Cena: refiriéndose a la mesa, concluye: “Pues yo estoy en medio de
vosotros como el que sirve” (Lc 22,25-27). O sea, que la postura de Jesús no
varió después de su entronización como Mesías rey.
El Siervo se presenta como profecía contra el poder del
mundo. No quiere dominar, sino servir. No quiere acaparar riquezas, sino
compartir. En vez de gravar con impuestos, derrocha sus gracias. No quiere
hacer llorar, sino consolar. No quiere infringir heridas, sino curarlas. En vez
de dar palos, pone sus espaldas, y en vez de dar bofetadas, pone sus mejillas.
No se pone de parte de los verdugos, sino de las víctimas. No se arrodilla ante
los poderosos, sino ante los abatidos o ante los amigos. Se rodea de gente
sencilla, no de selectos ni por la clase ni por la ciencia ni por la virtud. No
castiga con multas o cárceles, sino con perdones y liberaciones; es enemigo de
todo tipo de cadenas e imposiciones. No busca los halagos, sino que defiende la
verdad. No condecora ni ofrece homenajes a los aristócratas o a los guerreros
victoriosos, sino que bendice a los pacíficos, a los pobres y a los que lloran.
No ha venido a quitar la vida de nadie, sino a dar la suya por todos.
En la Pasión de Jesús estas actitudes del Siervo se
cumplen de una manera dramática, llegan a su máxima expresión. Siguiendo los
cantos de Isaías, se los aplicamos enteramente a Jesús. Efectivamente, él vino
a dar su vida por todos, y hacer triunfar así el reino del amor. Con su entrega
se iniciará la era del Espíritu.
ENTRA EN
TU INTERIOR
ESCÁNDALO
Y LOCURA
Los primeros cristianos lo sabían. Su fe en un Dios crucificado sólo
podía ser considerada como un escándalo y una locura. ¿A quién se le había
ocurrido decir algo tan absurdo y horrendo de Dios? Nunca religión alguna se ha
atrevido a confesar algo semejante.
Ciertamente, lo primero que todos descubrimos en el crucificado del
Gólgota, torturado injustamente hasta la muerte por las autoridades religiosas
y el poder político, es la fuerza destructora del mal, la crueldad del odio y
el fanatismo de la mentira. Pero ahí precisamente, en esa víctima inocente, los
seguidores de Jesús vemos a Dios identificado con todas las víctimas de todos
los tiempos.
Despojado de todo poder dominador, de toda belleza estética, de todo
éxito político y toda aureola religiosa, Dios se nos revela, en lo más puro e
insondable de su misterio, como amor y sólo amor. No existe ni existirá nunca
un Dios frío, apático e indiferente. Sólo un Dios que padece con nosotros,
sufre nuestros sufrimientos y muere nuestra muerte.
Este Dios crucificado no es un Dios poderoso y controlador, que trata de
someter a sus hijos e hijas buscando siempre su gloria y honor. Es un Dios
humilde y paciente, que respeta hasta el final la libertad del ser humano,
aunque nosotros abusemos una y otra vez de su amor. Prefiere ser víctima de sus
criaturas antes que verdugo.
Este Dios crucificado no es el Dios justiciero, resentido y vengativo que
todavía sigue turbando la conciencia de no pocos creyentes. Desde la cruz, Dios
no responde al mal con el mal. “En Cristo está Dios, no tomando en cuenta las
transgresiones de los hombres, sino reconciliando al mundo consigo” (2
Corintios 5,19). Mientras nosotros hablamos de méritos, culpas o derechos
adquiridos, Dios nos está acogiendo a todos con su amor insondable y su perdón.
Este Dios crucificado se revela hoy en todas las víctimas inocentes. Está
en la cruz del Calvario y está en todas las cruces donde sufren y mueren los
más inocentes: los niños hambrientos y las mujeres maltratadas, los torturados
por los verdugos del poder, los explotados por nuestro bienestar, los olvidados
por nuestra religión.
Los cristianos seguimos celebrando al Dios crucificado, para no olvidar
nunca el “amor loco” de Dios a la humanidad y para mantener vivo el recuerdo de
todos los crucificados. Es un escándalo y una locura. Sin embargo, para quienes
seguimos a Jesús y creemos en el misterio redentor que se encierra en su
muerte, es la fuerza que sostiene nuestra esperanza y nuestra lucha por un
mundo más humano.
José Antonio Pagola
ORA EN TU
INTERIOR
Estas realidades no son cosa del pasado. La Pasión y la Pascua se
prolongan. Miramos al Cristo del siglo I y al Cristo del siglo XXI. La historia
se repite, pero multiplicada por millones. “Masas dolientes y hambrientas a
causa de la injusticia humana reclaman la victoria de la vida, la resurrección,
la exaltación en el Reino de Dios, que está en marcha”.
Está en marcha. El triunfo se ha anticipado en
Jesucristo, pero no se ha completado. Seguimos, no recordando, sino celebrando
y viviendo el drama. Porque sí, “en esperanza fuimos salvados” (Rom 8,24).
ORACIÓN
El Rey de la paz nos invita a su banquete. Hambrientos de
vida, acerquémonos con fe a quien entrega su Cuerpo por la salvación del mundo.
Expliquemos
el Evangelio a los niños.
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