martes, 24 de marzo de 2020

5 DE ABRIL: DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR.


“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!

5 DE ABRIL

DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Lectura para la bendición de los ramos: Mateo 21,1-11

 “Cuando se acercaba a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles: “Id a la aldea de enfrente, encontraréis enseguida una borrica atada con su pollino, desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo, contestadle que el Señor los necesita y los devolverá pronto”. Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta: “Decid a la hija de Sión: “Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila”. Fueron los discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos, y Jesús se montó. La multitud extendió sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árbol y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!”.  Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: “¿Quién es éste?”. La gente que venía con él decía: “Es Jesús de Nazaret de Galilea”.

MISA

1ª Lectura: Isaías 50,4-7

No me tapé el rostro ante los ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado.

Salmo 21

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

2ª Lectura: Filipenses 2,6-11

PALABRA DEL DÍA

Pasión según San Mateo 26,14-27,66 (Texto breve)

“En aquel tiempo, Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó: -¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús respondió: -Tú lo dices. Y mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los senadores no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó: -¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti? Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador solía soltar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato: -¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías? Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Y mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: -No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho soñando con él. Pero los sumos sacerdotes y los senadores convencieron a la gente que pidieran el indulto de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador preguntó: -¿A cuál de los dos queréis que os suelte? Ellos dijeron: -A Barrabás. Pilato les preguntó: -¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías? Contestaron todos: -Que lo crucifiquen. Pilato insistió: -Pues, ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban más fuerte: -¡Que lo crucifiquen! Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos en presencia del pueblo, diciendo: -Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros! Y el pueblo entero contestó: -¡su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos! Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo: -¡Salve, rey de los judíos! Luego lo escupían le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar. Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado simón, y lo forzaron a que llevara la cruz. Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir: “La Calavera”), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: ESTE ES JESÚS, EL REY DE LOS JUDÍOS. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban, lo injuriaban y decían meneando la cabeza: -Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz. Los sumos sacerdotes con los letrados y los senadores se burlaban también diciendo: -A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¿No es el rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios? Hasta los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban. Desde el mediodía hasta la medía tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó: -Elí, Elí, lamá sabaktaní. (Es decir: -Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron: -A Elías llama éste. Uno de ellos fue corriendo; en seguida cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás decían: -Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo. Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu. Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron. Después que él resucitó salieron de las tumbas, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos. El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados: -Realmente éste era Hijo de Dios.”.

Versión para América Latina extraída de la Biblia del Pueblo de Dios

“Unos días antes de la fiesta de Pascua, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron en el palacio del Sumo Sacerdote, llamado Caifás,
y se pusieron de acuerdo para detener a Jesús con astucia y darle muerte.
Pero decían: "No lo hagamos durante la fiesta, para que no se produzca un tumulto en el pueblo".
Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes
y les dijo: "¿Cuánto me darán si se lo entrego?". Y resolvieron darle treinta monedas de plata.
Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo.
El primer día de los Ácimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: "¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?".
El respondió: "Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: 'El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos'".
Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua.
Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce
y, mientras comían, Jesús les dijo: "Les aseguro que uno de ustedes me entregará".
Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: "¿Seré yo, Señor?".
El respondió: "El que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar.
El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!".
Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: "¿Seré yo, Maestro?". "Tú lo has dicho", le respondió Jesús.
Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomen y coman, esto es mi Cuerpo".
Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: "Beban todos de ella,
porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión de los pecados.
Les aseguro que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el Reino de mi Padre".
Después del canto de los Salmos, salieron hacia el monte de los Olivos.
Entonces Jesús les dijo: "Esta misma noche, ustedes se van a escandalizar a causa de mí. Porque dice la Escritura: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño.
Pero después que yo resucite, iré antes que ustedes a Galilea".
Pedro, tomando la palabra, le dijo: "Aunque todos se escandalicen por tu causa, yo no me escandalizaré jamás".
Jesús le respondió: "Te aseguro que esta misma noche, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces".
Pedro le dijo: "Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré". Y todos los discípulos dijeron lo mismo.
Cuando Jesús llegó con sus discípulos a una propiedad llamada Getsemaní, les dijo: "Quédense aquí, mientras yo voy allí a orar".
Y llevando con él a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse.
Entonces les dijo: "Mi alma siente una tristeza de muerte. Quédense aquí, velando conmigo".
Y adelantándose un poco, cayó con el rostro en tierra, orando así: "Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya".
Después volvió junto a sus discípulos y los encontró durmiendo. Jesús dijo a Pedro: "¿Es posible que no hayan podido quedarse despiertos conmigo, ni siquiera una hora?
Estén prevenidos y oren para no caer en la tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil".
Se alejó por segunda vez y suplicó: "Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad".
Al regresar los encontró otra vez durmiendo, porque sus ojos se cerraban de sueño.
Nuevamente se alejó de ellos y oró por tercera vez, repitiendo las mismas palabras.
Luego volvió junto a sus discípulos y les dijo: "Ahora pueden dormir y descansar: ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores.
¡Levántense! ¡Vamos! Ya se acerca el que me va a entregar".
Jesús estaba hablando todavía, cuando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de una multitud con espadas y palos, enviada por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo.
El traidor les había dado esta señal: "Es aquel a quien voy a besar. Deténganlo".
Inmediatamente se acercó a Jesús, diciéndole: "Salud, Maestro", y lo besó.
Jesús le dijo: "Amigo, ¡cumple tu cometido!". Entonces se abalanzaron sobre él y lo detuvieron.
Uno de los que estaban con Jesús sacó su espada e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja.
Jesús le dijo: "Guarda tu espada, porque el que a hierro mata a hierro muere.
¿O piensas que no puedo recurrir a mi Padre? El pondría inmediatamente a mi disposición más de doce legiones de ángeles.
Pero entonces, ¿cómo se cumplirían las Escrituras, según las cuales debe suceder así?".
Y en ese momento dijo Jesús a la multitud: "¿Soy acaso un ladrón, para que salgan a arrestarme con espadas y palos? Todos los días me sentaba a enseñar en el Templo, y ustedes no me detuvieron".
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que escribieron los profetas. Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.
Los que habían arrestado a Jesús lo condujeron a la casa del Sumo Sacerdote Caifás, donde se habían reunido los escribas y los ancianos.
Pedro lo seguía de lejos hasta el palacio del Sumo Sacerdote; entró y se sentó con los servidores, para ver cómo terminaba todo.
Los sumos sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un falso testimonio contra Jesús para poder condenarlo a muerte;
pero no lo encontraron, a pesar de haberse presentado numerosos testigos falsos. Finalmente, se presentaron dos
que declararon: "Este hombre dijo: 'Yo puedo destruir el Templo de Dios y reconstruirlo en tres días'".
El Sumo Sacerdote, poniéndose de pie, dijo a Jesús: "¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos declaran contra ti?".
Pero Jesús callaba. El Sumo Sacerdote insistió: "Te conjuro por el Dios vivo a que me digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios".
Jesús le respondió: "Tú lo has dicho. Además, les aseguro que de ahora en adelante verán al Hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo".
Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: "Ha blasfemado, ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia.
¿Qué les parece?". Ellos respondieron: "Merece la muerte".
Luego lo escupieron en la cara y lo abofetearon. Otros lo golpeaban,
diciéndole: "Tú, que eres el Mesías, profetiza, dinos quién te golpeó".
Mientras tanto, Pedro estaba sentado afuera, en el patio. Una sirvienta se acercó y le dijo: "Tú también estabas con Jesús, el Galileo".
Pero él lo negó delante de todos, diciendo: "No sé lo que quieres decir".
Al retirarse hacia la puerta, lo vio otra sirvienta y dijo a los que estaban allí: "Este es uno de los que acompañaban a Jesús, el Nazareno".
Y nuevamente Pedro negó con juramento: "Yo no conozco a ese hombre".
Un poco más tarde, los que estaban allí se acercaron a Pedro y le dijeron: "Seguro que tú también eres uno de ellos; hasta tu acento te traiciona".
Entonces Pedro se puso a maldecir y a jurar que no conocía a ese hombre. En seguida cantó el gallo,
y Pedro recordó las palabras que Jesús había dicho: "Antes que cante el gallo, me negarás tres veces". Y saliendo, lloró amargamente.
Cuando amaneció, todos los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo deliberaron sobre la manera de hacer ejecutar a Jesús.
Después de haberlo atado, lo llevaron ante Pilato, el gobernador, y se lo entregaron.
Judas, el que lo entregó, viendo que Jesús había sido condenado, lleno de remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos,
diciendo: "He pecado, entregando sangre inocente". Ellos respondieron: "¿Qué nos importa? Es asunto tuyo".
Entonces él, arrojando las monedas en el Templo, salió y se ahorcó.
Los sumos sacerdotes, juntando el dinero, dijeron: "No está permitido ponerlo en el tesoro, porque es precio de sangre".
Después de deliberar, compraron con él un campo, llamado "del alfarero", para sepultar a los extranjeros.
Por esta razón se lo llama hasta el día de hoy "Campo de sangre".
Así se cumplió lo anunciado por el profeta Jeremías: Y ellos recogieron las treinta monedas de plata, cantidad en que fue tasado aquel a quien pusieron precio los israelitas.
Con el dinero se compró el "Campo del alfarero", como el Señor me lo había ordenado.
Jesús compareció ante el gobernador, y este le preguntó: "¿Tú eres el rey de los judíos?". El respondió: "Tú lo dices".
Al ser acusado por los sumos sacerdotes y los ancianos, no respondió nada.
Pilato le dijo: "¿No oyes todo lo que declaran contra ti?".
Jesús no respondió a ninguna de sus preguntas, y esto dejó muy admirado al gobernador.
En cada Fiesta, el gobernador acostumbraba a poner en libertad a un preso, a elección del pueblo.
Había entonces uno famoso, llamado Barrabás.
Pilato preguntó al pueblo que estaba reunido: "¿A quién quieren que ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado el Mesías?".
El sabía bien que lo habían entregado por envidia.
Mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: "No te mezcles en el asunto de ese justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo sufrir mucho".
Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la multitud que pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús.
Tomando de nuevo la palabra, el gobernador les preguntó: "¿A cuál de los dos quieren que ponga en libertad?". Ellos respondieron: "A Barrabás".
Pilato continuó: "¿Y qué haré con Jesús, llamado el Mesías?". Todos respondieron: "¡Que sea crucificado!".
El insistió: "¿Qué mal ha hecho?". Pero ellos gritaban cada vez más fuerte: "¡Que sea crucificado!".
Al ver que no se llegaba a nada, sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: "Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes".
Y todo el pueblo respondió: "Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos".
Entonces, Pilato puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado.
Los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio y reunieron a toda la guardia alrededor de él.
Entonces lo desvistieron y le pusieron un manto rojo.
Luego tejieron una corona de espinas y la colocaron sobre su cabeza, pusieron una caña en su mano derecha y, doblando la rodilla delante de él, se burlaban, diciendo: "Salud, rey de los judíos".
Y escupiéndolo, le quitaron la caña y con ella le golpeaban la cabeza.
Después de haberse burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron de nuevo sus vestiduras y lo llevaron a crucificar.
Al salir, se encontraron con un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo obligaron a llevar la cruz.
Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota, que significa "lugar del Cráneo",
le dieron de beber vino con hiel. El lo probó, pero no quiso tomarlo.
Después de crucificarlo, los soldados sortearon sus vestiduras y se las repartieron;
y sentándose allí, se quedaron para custodiarlo.
Colocaron sobre su cabeza una inscripción con el motivo de su condena: "Este es Jesús, el rey de los judíos".
Al mismo tiempo, fueron crucificados con él dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda.
Los que pasaban, lo insultaban y, moviendo la cabeza,
decían: "Tú, que destruyes el Templo y en tres días lo vuelves a edificar, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!".
De la misma manera, los sumos sacerdotes, junto con los escribas y los ancianos, se burlaban, diciendo:
"¡Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo! Es rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él.
Ha confiado en Dios; que él lo libre ahora si lo ama, ya que él dijo: "Yo soy Hijo de Dios".
También lo insultaban los ladrones crucificados con él.
Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, las tinieblas cubrieron toda la región.
Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz: "Elí, Elí, lemá sabactani", que significa: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".
Algunos de los que se encontraban allí, al oírlo, dijeron: "Está llamando a Elías".
En seguida, uno de ellos corrió a tomar una esponja, la empapó en vinagre y, poniéndola en la punta de una caña, le dio de beber.
Pero los otros le decían: "Espera, veamos si Elías viene a salvarlo".
Entonces Jesús, clamando otra vez con voz potente, entregó su espíritu.
Inmediatamente, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron
y las tumbas se abrieron. Muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron
y, saliendo de las tumbas después que Jesús resucitó, entraron en la Ciudad santa y se aparecieron a mucha gente.
El centurión y los hombres que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: "¡Verdaderamente, este era el Hijo de Dios!".
Había allí muchas mujeres que miraban de lejos: eran las mismas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirlo.
Entre ellas estaban María Magdalena, María -la madre de Santiago y de José- y la madre de los hijos de Zebedeo.
Al atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús,
y fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. Pilato ordenó que se lo entregaran.
Entonces José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia
y lo depositó en un sepulcro nuevo que se había hecho cavar en la roca. Después hizo rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro, y se fue.
María Magdalena y la otra María estaban sentadas frente al sepulcro.
A la mañana siguiente, es decir, después del día de la Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron y se presentaron ante Pilato,
diciéndole: "Señor, nosotros nos hemos acordado de que ese impostor, cuando aún vivía, dijo: 'A los tres días resucitaré'.
Ordena que el sepulcro sea custodiado hasta el tercer día, no sea que sus discípulos roben el cuerpo y luego digan al pueblo: '¡Ha resucitado!'. Este último engaño sería peor que el primero".
Pilato les respondió: "Ahí tienen la guardia, vayan y aseguren la vigilancia como lo crean conveniente".
Ellos fueron y aseguraron la vigilancia del sepulcro, sellando la piedra y dejando allí la guardia."

REFLEXIÓN

Viene Jesús a Jerusalén a celebrar la Pascua, con sus discípulos, pero sabiendo que para él iba a tener un significado decisivo, que cambiaría su historia personal y la historia del mundo. Por lo pronto suponía una fuerte angustia: “Ahora mi alma está turbada… ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¿si he llegado a esta hora para esto!” (Jn 12,27). En otro momento hace también referencia a esta tensión íntima: “Con un Bautismo tengo que ser bautizado y ‘qué angustia hasta que se cumpla!” (Lc 12,50). Pero también suponía un fuerte deseo: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros” (Lc 22,15). Se trataba ciertamente de una verdadera agonía, una lucha de muerte entre el instinto conservador y la fuerza del amor. Porque el amor llegaba ahora en Jesús a su máxima expresión. Era un amor semejante al fuego: “He venido a traer fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que estuviera ya ardiendo!” (Lc 12,49).

            Llega por fin a Jerusalén. Es una ciudad espléndida y santa, pero es también la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados, una ciudad ciega y cruel. Jesús, al ver la ciudad, no puede contener las lágrimas. Podría ser para ella un día memorable, el tiempo de la gracia y la salvación. Pero Jerusalén no comprende, estaba cerrada en sí misma y era incapaz de reconocer a aquel que le traía la paz y la salvación. Trágicas serán sus consecuencias.

            Ahora es el tiempo del Siervo. El Siervo es el anticipo del rey o del amo. Jesús había manifestado claramente su opción, rechazando los ideales que manifestaban sus discípulos: “Los jefes de las naciones las tiranizan, y los grandes las oprimen… Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande… será vuestro servidor… que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 42.45). Este mismo tema lo coloca Lucas en la Última Cena: refiriéndose a la mesa, concluye: “Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,25-27). O sea, que la postura de Jesús no varió después de su entronización como Mesías rey.

            El Siervo se presenta como profecía contra el poder del mundo. No quiere dominar, sino servir. No quiere acaparar riquezas, sino compartir. En vez de gravar con impuestos, derrocha sus gracias. No quiere hacer llorar, sino consolar. No quiere infringir heridas, sino curarlas. En vez de dar palos, pone sus espaldas, y en vez de dar bofetadas, pone sus mejillas. No se pone de parte de los verdugos, sino de las víctimas. No se arrodilla ante los poderosos, sino ante los abatidos o ante los amigos. Se rodea de gente sencilla, no de selectos ni por la clase ni por la ciencia ni por la virtud. No castiga con multas o cárceles, sino con perdones y liberaciones; es enemigo de todo tipo de cadenas e imposiciones. No busca los halagos, sino que defiende la verdad. No condecora ni ofrece homenajes a los aristócratas o a los guerreros victoriosos, sino que bendice a los pacíficos, a los pobres y a los que lloran. No ha venido a quitar la vida de nadie, sino a dar la suya por todos.

            En la Pasión de Jesús estas actitudes del Siervo se cumplen de una manera dramática, llegan a su máxima expresión. Siguiendo los cantos de Isaías, se los aplicamos enteramente a Jesús. Efectivamente, él vino a dar su vida por todos, y hacer triunfar así el reino del amor. Con su entrega se iniciará la era del Espíritu.

ENTRA EN TU INTERIOR

ESCÁNDALO Y LOCURA

Los primeros cristianos lo sabían. Su fe en un Dios crucificado sólo podía ser considerada como un escándalo y una locura. ¿A quién se le había ocurrido decir algo tan absurdo y horrendo de Dios? Nunca religión alguna se ha atrevido a confesar algo semejante.

Ciertamente, lo primero que todos descubrimos en el crucificado del Gólgota, torturado injustamente hasta la muerte por las autoridades religiosas y el poder político, es la fuerza destructora del mal, la crueldad del odio y el fanatismo de la mentira. Pero ahí precisamente, en esa víctima inocente, los seguidores de Jesús vemos a Dios identificado con todas las víctimas de todos los tiempos.

Despojado de todo poder dominador, de toda belleza estética, de todo éxito político y toda aureola religiosa, Dios se nos revela, en lo más puro e insondable de su misterio, como amor y sólo amor. No existe ni existirá nunca un Dios frío, apático e indiferente. Sólo un Dios que padece con nosotros, sufre nuestros sufrimientos y muere nuestra muerte.

Este Dios crucificado no es un Dios poderoso y controlador, que trata de someter a sus hijos e hijas buscando siempre su gloria y honor. Es un Dios humilde y paciente, que respeta hasta el final la libertad del ser humano, aunque nosotros abusemos una y otra vez de su amor. Prefiere ser víctima de sus criaturas antes que verdugo.

Este Dios crucificado no es el Dios justiciero, resentido y vengativo que todavía sigue turbando la conciencia de no pocos creyentes. Desde la cruz, Dios no responde al mal con el mal. “En Cristo está Dios, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino reconciliando al mundo consigo” (2 Corintios 5,19). Mientras nosotros hablamos de méritos, culpas o derechos adquiridos, Dios nos está acogiendo a todos con su amor insondable y su perdón.

Este Dios crucificado se revela hoy en todas las víctimas inocentes. Está en la cruz del Calvario y está en todas las cruces donde sufren y mueren los más inocentes: los niños hambrientos y las mujeres maltratadas, los torturados por los verdugos del poder, los explotados por nuestro bienestar, los olvidados por nuestra religión.

Los cristianos seguimos celebrando al Dios crucificado, para no olvidar nunca el “amor loco” de Dios a la humanidad y para mantener vivo el recuerdo de todos los crucificados. Es un escándalo y una locura. Sin embargo, para quienes seguimos a Jesús y creemos en el misterio redentor que se encierra en su muerte, es la fuerza que sostiene nuestra esperanza y nuestra lucha por un mundo más humano.

José Antonio Pagola

ORA EN TU INTERIOR

Estas realidades no son cosa del pasado. La Pasión y la Pascua se prolongan. Miramos al Cristo del siglo I y al Cristo del siglo XXI. La historia se repite, pero multiplicada por millones. “Masas dolientes y hambrientas a causa de la injusticia humana reclaman la victoria de la vida, la resurrección, la exaltación en el Reino de Dios, que está en marcha”.

            Está en marcha. El triunfo se ha anticipado en Jesucristo, pero no se ha completado. Seguimos, no recordando, sino celebrando y viviendo el drama. Porque sí, “en esperanza fuimos salvados” (Rom 8,24).

ORACIÓN

            El Rey de la paz nos invita a su banquete. Hambrientos de vida, acerquémonos con fe a quien entrega su Cuerpo por la salvación del mundo.

Expliquemos el Evangelio a los niños.

Imágenes de Fano.


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