"La paz esté con ustedes".
15 DE
ABRIL
III
DOMINGO DE PASCUA
Primera
Lectura: Hechos de los Apóstoles 3,13-15.17-19
Ustedes
dieron muerte al autor de la vida,
pero Dios
lo resucitó de entre los muertos.
Salmo 4
En ti,
Señor, confío. Aleluya.
Segunda Lectura:
1 Juan 2,1-5
Cristo es
la Victima de propiciación por nuestros pecados
y por los
del mundo entero.
PALABRA
DEL DÍA
Lucas
24,35-48
“En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había
pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
–Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y
les dice: “Paz a vosotros”. Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un
fantasma. Él les dijo: “¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro
interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta
de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”. Dicho
esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la
alegría, y seguían atónitos, les dijo: “¿Tenéis ahí algo de comer?”. Ellos le
ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les
dijo: “esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo
escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que
cumplirse”. Y añadió: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de
entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el
perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros
sois testigos de esto”.
Versión
para América Latina, extraída de la
Biblia del Pueblo de Dios
“Los discípulos, por su parte, contaron lo que les había
pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en
medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes".
Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu,
pero Jesús les preguntó: "¿Por qué están turbados y se
les presentan esas dudas?
Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un
espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo".
Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies.
Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se
resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: "¿Tienen aquí algo para
comer?".
Ellos le presentaron un trozo de pescado asado;
él lo tomó y lo comió delante de todos.
Después les dijo: "Cuando todavía estaba con ustedes, yo
les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley
de Moisés, en los Profetas y en los Salmos".
Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran
comprender las Escrituras,
y añadió: "Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y
resucitar de entre los muertos al tercer día,
y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a
todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados.
Ustedes son testigos de todo esto."
REFLEXIÓN
Cuando se habla de la humanidad de Cristo Resucitado, se habla de la
humildad, de la amistad, de la cercanía, de la responsabilidad. Jesús
resucitado aparece en gloria, pero humanizada. Aparece como más humano, más
amigo, más bueno. No va a vengarse o a reírse de los enemigos que lo
condenaron. No reúne a la gente para decirles que se equivocaron. Se manifiesta
tan sólo a los que realmente le aman y desean.
Jesús se hizo presente en medio de sus discípulos. Y en
adelante siempre se hará presente en medio de sus discípulos. Cuando se reúnen
para orar y reflexionar, para compartir y servir, él estará en medio de ellos.
Los discípulos no acababan de reconocer a Jesús. En el
fondo es que no acababan de creer. Les parecía demasiado bonito. Como a
nosotros. No acabamos de creer que Jesús se ha quedado con nosotros. Pero Jesús
es comprensivo y paciente, enseña, estimula y espera.
Primero les saluda con la paz. ¡Qué falta les hacía y qué
falta nos hace! Los discípulos vivían en el miedo y en la duda, estaban
agitados y nerviosos. Nosotros estamos marcados por las prisas y la
superficialidad. Todos necesitamos la paz de Jesús. Es una paz que se ha
fraguado en la lucha, que ha pasado por el sufrimiento y la angustia, que ha
vencido al miedo y a la muerte. Es un fruto de la Pascua. Si vivimos la Pascua
recibiremos la paz, y con la paz, la alegría y la confianza.
Después les enseña las manos y los pies. Conservaba las
heridas de los clavos, pero se habían convertido en memorial de su amor. Manos
benditas y pies gastados. Manos que se significaban por el partir y el
bendecir. Pies cansados de recorrer caminos de evangelización y salvación. Así
tienen que ser las manos y los pies de los discípulos de Jesús. Que todos vean
en ellos las heridas de la caridad y la misericordia, de la paciencia y el
perdón, de la generosidad y el servicio.
Y cuando veamos manos y pies gastados o cansados o
heridos o encallecidos, no dejemos de ver en ellos las manos y los pies de
Jesús prolongados. Cristo se hace presente no sólo en la santidad de los
templos y los sacramentos, sino en lo cotidiano de la vida, en esa alegría o en
ese dolor; en el trabajo conseguido o en el cáncer que dio la cara, en el hijo
que nace o en la muerte de un ser querido.
“¿Tenéis algo que comer?” Una palabra más de su verdad y
de su humanidad. Les pide algo para comer. Los fantasmas no comen. Él es como
nosotros y se adapta a nuestros usos y costumbres. No hay un menú especial.
Casi todas las apariciones de Jesús van acompañadas de comida. Es prueba de
humanidad y amistad, pero es también referencia eucarística. Las comidas
pascuales son sacramentales.
El encuentro termina con una meditación de los hechos
vividos a la luz de la Escritura. Es una catequesis como la que dio a los
discípulos de Emaús. Falta les hacía a estos hombres mentalizados en la espera
de un Mesías triunfante y glorioso. ¿Cómo podían asimilar los tormentos y la
derrota humillante de Jesús? ¿Qué difícil hacerles entender que el Mesías tenía
que padecer?
Los hombres pascuales, no se presentarán como salvadores,
sino como testigos del único Salvador. ¿Por qué nos miráis como si hubiésemos
hecho andar a éste por nuestro propio poder o virtud? ¡Sólo hay un nombre que
puede salvar a los hombres, el de Jesús! Así se expresaba Pedro después de la
curación del paralítico.
ENTRA EN
TU INTERIOR
CREER POR
EXPERIENCIA PROPIA
No es fácil creer en Jesús resucitado. En última instancia es algo que
solo puede ser captado y comprendido desde la fe que el mismo Jesús despierta
en nosotros. Si no experimentamos nunca «por dentro» la paz y la alegría que
Jesús infunde es difícil que encontremos «por fuera» pruebas de su
resurrección.
Algo de esto nos viene a decir Lucas al describirnos el encuentro de
Jesús resucitado con el grupo de discípulos. Entre ellos hay de todo. Dos
discípulos están contando cómo lo han reconocido al cenar con él en Emaús. Pedro
dice que se le ha aparecido. La mayoría no ha tenido todavía ninguna
experiencia. No saben qué pensar.
Entonces «Jesús se presenta en medio de ellos y les dice: “Paz a
vosotros”». Lo primero para despertar nuestra fe en Jesús resucitado es poder
intuir, también hoy, su presencia en medio de nosotros, y hacer circular en
nuestros grupos, comunidades y parroquias la paz, la alegría y la seguridad que
da el saberlo vivo, acompañándonos de cerca en estos tiempos nada fáciles para
la fe.
El relato de Lucas es muy realista. La presencia de Jesús no transforma
de manera mágica a los discípulos. Algunos se asustan y «creen que están viendo
un fantasma». En el interior de otros «surgen dudas» de todo tipo. Hay quienes
«no lo acaban de creer por la alegría». Otros siguen «atónitos».
Así sucede también hoy. La fe en Cristo resucitado no nace de manera
automática y segura en nosotros. Se va despertando en nuestro corazón de forma
frágil y humilde. Al comienzo, es casi solo un deseo. De ordinario, crece
rodeada de dudas e interrogantes: ¿será posible que sea verdad algo tan grande?
Según el relato, Jesús se queda, come entre ellos, y se dedica a
«abrirles el entendimiento» para que puedan comprender lo que ha sucedido.
Quiere que se conviertan en «testigos», que puedan hablar desde su experiencia,
y predicar no de cualquier manera, sino «en su nombre».
Creer en el Resucitado no es cuestión de un día. Es un proceso que, a
veces, puede durar años. Lo importante es nuestra actitud interior. Confiar
siempre en Jesús. Hacerle mucho más sitio en cada uno de nosotros y en nuestras
comunidades cristianas.
José Antonio Pagola
ORA EN TU
INTERIOR
Los apóstoles, llenos del Aliento de Jesús, empezaron a dar testimonio de la Resurrección con mucha pasión y fuerza. Daban testimonio con signos y palabra.
El primer signo era, sin duda, su misma vida transformada. Ellos también habían resucitado, se sentían hombres nuevos, alegres, fraternos, valientes, esperanzados. Imposible el brillo de estas vidas sin la Resurrección. ¿De dónde iban a sacar estos hombres incultos, temerosos, fugitivos, encerrados por miedo, el poder de la palabra y la fuerza del amor? Sólo se explica por la experiencia de una fuerza creadora superior, por el contacto con la vida resucitada del Señor.
Signo fue también la virtud curativa que emanaba de los apóstoles. Como en la persona de Jesús, bastaba a veces tocar sus vestidos para recibir una gracia salvadora. Pedro y Juan curaron a un paralítico. No tenían plata ni oro, pero tenían la fuerza sanadora de Jesús resucitado. “En nombre de Jesús nazareno ponte a andar. Y tomándole de la mano derecha lo levantó” (Hch 3,6-7). Todo un gesto liberador.
Al gesto se une la palabra: ¿Por qué nos miráis como si hubiéramos hecho andar a éste por nuestro propio poder o virtud? La causa de esta curación y la fuente de toda salvación es Jesús.
Jesús se sigue apareciendo hoy:
Se aparece al que lo desea y lo busca apasionadamente, como María Magdalena.
Se aparece al que se siente pobre y está vacío de sí mismo, como las mujeres que iban al sepulcro con sus aromas.
Se aparece al que cree en él, o quisiera creer, como Juan, Pedro y Tomás...
Se aparece al que lo espera o, por lo menos, lo añora, como los discípulos de Emaús.
Jesús se aparece al que no vive para sí, sino para el hermano, y va tejiendo día a día el manto comunitario, como los discípulos cuando se reunían.
Se aparece a los que, guardando su memoria, celebran la palabra y parten el pan, como las primeras comunidades cristianas.
Jesús se aparece a todo el que lo ama más que a sí mismo, como el mártir.
Se aparece a todo el que ama al hermano más que a sí mismo, y ve en él a Cristo, y son capaces de hacer suyos sus sufrimientos, sus dolores, sus alegrías, sus esperanzas.
El modelo completo de toda esta preparación lo encontramos en María, la hija y la madre, la esclava y la señora, la orante y la donante, siempre abierta a Jesús, siempre unida a Jesús, siempre llena de Jesús.
Los apóstoles, llenos del Aliento de Jesús, empezaron a dar testimonio de la Resurrección con mucha pasión y fuerza. Daban testimonio con signos y palabra.
El primer signo era, sin duda, su misma vida transformada. Ellos también habían resucitado, se sentían hombres nuevos, alegres, fraternos, valientes, esperanzados. Imposible el brillo de estas vidas sin la Resurrección. ¿De dónde iban a sacar estos hombres incultos, temerosos, fugitivos, encerrados por miedo, el poder de la palabra y la fuerza del amor? Sólo se explica por la experiencia de una fuerza creadora superior, por el contacto con la vida resucitada del Señor.
Signo fue también la virtud curativa que emanaba de los apóstoles. Como en la persona de Jesús, bastaba a veces tocar sus vestidos para recibir una gracia salvadora. Pedro y Juan curaron a un paralítico. No tenían plata ni oro, pero tenían la fuerza sanadora de Jesús resucitado. “En nombre de Jesús nazareno ponte a andar. Y tomándole de la mano derecha lo levantó” (Hch 3,6-7). Todo un gesto liberador.
Al gesto se une la palabra: ¿Por qué nos miráis como si hubiéramos hecho andar a éste por nuestro propio poder o virtud? La causa de esta curación y la fuente de toda salvación es Jesús.
Jesús se sigue apareciendo hoy:
Se aparece al que lo desea y lo busca apasionadamente, como María Magdalena.
Se aparece al que se siente pobre y está vacío de sí mismo, como las mujeres que iban al sepulcro con sus aromas.
Se aparece al que cree en él, o quisiera creer, como Juan, Pedro y Tomás...
Se aparece al que lo espera o, por lo menos, lo añora, como los discípulos de Emaús.
Jesús se aparece al que no vive para sí, sino para el hermano, y va tejiendo día a día el manto comunitario, como los discípulos cuando se reunían.
Se aparece a los que, guardando su memoria, celebran la palabra y parten el pan, como las primeras comunidades cristianas.
Jesús se aparece a todo el que lo ama más que a sí mismo, como el mártir.
Se aparece a todo el que ama al hermano más que a sí mismo, y ve en él a Cristo, y son capaces de hacer suyos sus sufrimientos, sus dolores, sus alegrías, sus esperanzas.
El modelo completo de toda esta preparación lo encontramos en María, la hija y la madre, la esclava y la señora, la orante y la donante, siempre abierta a Jesús, siempre unida a Jesús, siempre llena de Jesús.
ORACIÓN
FINAL
Jesús de Nazaret. Tú eres el que centra toda la
predicación apostólica, y al que tengo que mirar para salvarme. Eres el santo,
el justo, el que pasó haciendo el bien, el Mesías esperado.
Te rechazaron y te mataron. ¡Qué ceguera y qué crueldad!
No cabe un error más perverso: “Rechazasteis al santo, al justo… matasteis al
autor de la vida… y pedisteis el indulto de un asesino”
Sí, Señor, muchas veces preferimos la maldad a la
santidad, la injusticia a la justicia, la crueldad a la misericordia, la muerte
a la vida, todo con mayúscula, cuando no te vemos en el hermano que sufre, en
el triste, en el solo, en el abandonado, en la mujer maltratada, en el
emigrante no aceptado, en el padre de familia sin trabajo. Dame un corazón
grande para amar, para acoger, para compartir, aunque tenga que meter mi dedo
en el agujero de los clavos y mi mano en la herida del costado, hay muchas
manos agujereadas y muchos costados abiertos por la injusticia y el desamor.
Amén.
Expliquemos
el Evangelio a los niños.
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