“¡Hosanna al Hijo de
David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Hosanna en el cielo!
2 DE ABRIL
DOMINGO DE RAMOS EN LA
PASIÓN DEL SEÑOR
Lectura para la
bendición de los ramos: Mateo 21,1-11
“Cuando se
acercaba a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús
mandó dos discípulos, diciéndoles: “Id a la aldea de enfrente, encontraréis
enseguida una borrica atada con su pollino, desatadlos y traédmelos. Si alguien
os dice algo, contestadle que el Señor los necesita y los devolverá pronto”.
Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta: “Decid a la hija de
Sión: “Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un
pollino, hijo de acémila”. Fueron los discípulos e hicieron lo que les había
mandado Jesús: trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos, y
Jesús se montó. La multitud extendió sus mantos por el camino; algunos cortaban
ramas de árbol y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás
gritaba: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Hosanna en el cielo!”. Al entrar en
Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: “¿Quién es éste?”. La gente que
venía con él decía: “Es Jesús de Nazaret de Galilea”.
MISA
1ª Lectura: Isaías
50,4-7
No me tapé el rostro
ante los ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado.
Salmo 21
Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?
2ª Lectura: Filipenses
2,6-11
PALABRA DEL DÍA
Pasión según San Mateo
26,14-27,66 (Texto breve)
“En aquel tiempo, Jesús fue llevado ante el
gobernador, y el gobernador le preguntó: -¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús
respondió: -Tú lo dices. Y mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los
senadores no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó: -¿No oyes cuántos
cargos presentan contra ti? Como no contestaba a ninguna pregunta, el
gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador solía soltar un
preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado
Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato: -¿A quién queréis que os suelte,
a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías? Pues sabía que se lo habían
entregado por envidia. Y mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le
mandó a decir: -No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho
soñando con él. Pero los sumos sacerdotes y los senadores convencieron a la
gente que pidieran el indulto de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador
preguntó: -¿A cuál de los dos queréis que os suelte? Ellos dijeron: -A
Barrabás. Pilato les preguntó: -¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?
Contestaron todos: -Que lo crucifiquen. Pilato insistió: -Pues, ¿qué mal ha
hecho? Pero ellos gritaban más fuerte: -¡Que lo crucifiquen! Al ver Pilato que
todo era inútil y que, al contrario se estaba formando un tumulto, tomó agua y
se lavó las manos en presencia del pueblo, diciendo: -Soy inocente de esta
sangre. ¡Allá vosotros! Y el pueblo entero contestó: -¡su sangre caiga sobre
nosotros y sobre nuestros hijos! Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús,
después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados del
gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda
la compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando
una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la
mano derecha. Y, doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo:
-¡Salve, rey de los judíos! Luego lo escupían le quitaban la caña y le golpeaban
con ella la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su
ropa y lo llevaron a crucificar. Al salir, encontraron a un hombre de Cirene,
llamado simón, y lo forzaron a que llevara la cruz. Cuando llegaron al lugar
llamado Gólgota (que quiere decir: “La Calavera”), le dieron a beber vino
mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo,
se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo.
Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: ESTE ES JESÚS, EL
REY DE LOS JUDÍOS. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro
a la izquierda. Los que pasaban, lo injuriaban y decían meneando la cabeza: -Tú
que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si
eres Hijo de Dios, baja de la cruz. Los sumos sacerdotes con los letrados y los
senadores se burlaban también diciendo: -A otros ha salvado y él no se puede
salvar. ¿No es el rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No
ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que
era Hijo de Dios? Hasta los bandidos que estaban crucificados con él lo
insultaban. Desde el mediodía hasta la medía tarde vinieron tinieblas sobre
toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó: -Elí, Elí, lamá sabaktaní. (Es
decir: -Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). Al oírlo algunos de
los que estaban por allí dijeron: -A Elías llama éste. Uno de ellos fue
corriendo; en seguida cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en
una caña, le dio de beber. Los demás decían: -Déjalo, a ver si viene Elías a
salvarlo. Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu. Entonces el velo
del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se
rajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto
resucitaron. Después que él resucitó salieron de las tumbas, entraron en la
ciudad santa y se aparecieron a muchos. El centurión y sus hombres, que
custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados:
-Realmente éste era Hijo de Dios.”.
Versión para América
Latina extraída de la Biblia del Pueblo de Dios
“Unos días antes de la fiesta de Pascua, los sumos
sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron en el palacio del Sumo
Sacerdote, llamado Caifás,
y se pusieron de acuerdo para detener a Jesús con
astucia y darle muerte.
Pero decían: "No lo hagamos durante la fiesta,
para que no se produzca un tumulto en el pueblo".
Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue
a ver a los sumos sacerdotes
y les dijo: "¿Cuánto me darán si se lo
entrego?". Y resolvieron darle treinta monedas de plata.
Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable
para entregarlo.
El primer día de los Ácimos, los discípulos fueron a
preguntar a Jesús: "¿Dónde quieres que te preparemos la comida
pascual?".
El respondió: "Vayan a la ciudad, a la casa de
tal persona, y díganle: 'El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la
Pascua en tu casa con mis discípulos'".
Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y
prepararon la Pascua.
Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce
y, mientras comían, Jesús les dijo: "Les aseguro
que uno de ustedes me entregará".
Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle
uno por uno: "¿Seré yo, Señor?".
El respondió: "El que acaba de servirse de la
misma fuente que yo, ese me va a entregar.
El Hijo del hombre se va, como está escrito de él,
pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría
no haber nacido!".
Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó:
"¿Seré yo, Maestro?". "Tú lo has dicho", le respondió
Jesús.
Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la
bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomen y coman, esto
es mi Cuerpo".
Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó,
diciendo: "Beban todos de ella,
porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que
se derrama por muchos para la remisión de los pecados.
Les aseguro que desde ahora no beberé más de este
fruto de la vid, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el Reino
de mi Padre".
Después del canto de los Salmos, salieron hacia el
monte de los Olivos.
Entonces Jesús les dijo: "Esta misma noche,
ustedes se van a escandalizar a causa de mí. Porque dice la Escritura: Heriré
al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño.
Pero después que yo resucite, iré antes que ustedes a
Galilea".
Pedro, tomando la palabra, le dijo: "Aunque todos
se escandalicen por tu causa, yo no me escandalizaré jamás".
Jesús le respondió: "Te aseguro que esta misma
noche, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces".
Pedro le dijo: "Aunque tenga que morir contigo,
jamás te negaré". Y todos los discípulos dijeron lo mismo.
Cuando Jesús llegó con sus discípulos a una propiedad
llamada Getsemaní, les dijo: "Quédense aquí, mientras yo voy allí a
orar".
Y llevando con él a Pedro y a los dos hijos de
Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse.
Entonces les dijo: "Mi alma siente una tristeza
de muerte. Quédense aquí, velando conmigo".
Y adelantándose un poco, cayó con el rostro en tierra,
orando así: "Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz,
pero no se haga mi voluntad, sino la tuya".
Después volvió junto a sus discípulos y los encontró
durmiendo. Jesús dijo a Pedro: "¿Es posible que no hayan podido quedarse
despiertos conmigo, ni siquiera una hora?
Estén prevenidos y oren para no caer en la tentación,
porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil".
Se alejó por segunda vez y suplicó: "Padre mío,
si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad".
Al regresar los encontró otra vez durmiendo, porque
sus ojos se cerraban de sueño.
Nuevamente se alejó de ellos y oró por tercera vez,
repitiendo las mismas palabras.
Luego volvió junto a sus discípulos y les dijo:
"Ahora pueden dormir y descansar: ha llegado la hora en que el Hijo del
hombre va a ser entregado en manos de los pecadores.
¡Levántense! ¡Vamos! Ya se acerca el que me va a
entregar".
Jesús estaba hablando todavía, cuando llegó Judas, uno
de los Doce, acompañado de una multitud con espadas y palos, enviada por los
sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo.
El traidor les había dado esta señal: "Es aquel a
quien voy a besar. Deténganlo".
Inmediatamente se acercó a Jesús, diciéndole:
"Salud, Maestro", y lo besó.
Jesús le dijo: "Amigo, ¡cumple tu
cometido!". Entonces se abalanzaron sobre él y lo detuvieron.
Uno de los que estaban con Jesús sacó su espada e
hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja.
Jesús le dijo: "Guarda tu espada, porque el que a
hierro mata a hierro muere.
¿O piensas que no puedo recurrir a mi Padre? El
pondría inmediatamente a mi disposición más de doce legiones de ángeles.
Pero entonces, ¿cómo se cumplirían las Escrituras,
según las cuales debe suceder así?".
Y en ese momento dijo Jesús a la multitud: "¿Soy
acaso un ladrón, para que salgan a arrestarme con espadas y palos? Todos los
días me sentaba a enseñar en el Templo, y ustedes no me detuvieron".
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que
escribieron los profetas. Entonces todos los discípulos lo abandonaron y
huyeron.
Los que habían arrestado a Jesús lo condujeron a la
casa del Sumo Sacerdote Caifás, donde se habían reunido los escribas y los
ancianos.
Pedro lo seguía de lejos hasta el palacio del Sumo
Sacerdote; entró y se sentó con los servidores, para ver cómo terminaba todo.
Los sumos sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un
falso testimonio contra Jesús para poder condenarlo a muerte;
pero no lo encontraron, a pesar de haberse presentado
numerosos testigos falsos. Finalmente, se presentaron dos
que declararon: "Este hombre dijo: 'Yo puedo
destruir el Templo de Dios y reconstruirlo en tres días'".
El Sumo Sacerdote, poniéndose de pie, dijo a Jesús:
"¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos declaran contra ti?".
Pero Jesús callaba. El Sumo Sacerdote insistió:
"Te conjuro por el Dios vivo a que me digas si tú eres el Mesías, el Hijo
de Dios".
Jesús le respondió: "Tú lo has dicho. Además, les
aseguro que de ahora en adelante verán al Hijo del hombre sentarse a la derecha
del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo".
Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras,
diciendo: "Ha blasfemado, ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes
acaban de oír la blasfemia.
¿Qué les parece?". Ellos respondieron:
"Merece la muerte".
Luego lo escupieron en la cara y lo abofetearon. Otros
lo golpeaban,
diciéndole: "Tú, que eres el Mesías, profetiza,
dinos quién te golpeó".
Mientras tanto, Pedro estaba sentado afuera, en el
patio. Una sirvienta se acercó y le dijo: "Tú también estabas con Jesús,
el Galileo".
Pero él lo negó delante de todos, diciendo: "No
sé lo que quieres decir".
Al retirarse hacia la puerta, lo vio otra sirvienta y
dijo a los que estaban allí: "Este es uno de los que acompañaban a Jesús,
el Nazareno".
Y nuevamente Pedro negó con juramento: "Yo no
conozco a ese hombre".
Un poco más tarde, los que estaban allí se acercaron a
Pedro y le dijeron: "Seguro que tú también eres uno de ellos; hasta tu
acento te traiciona".
Entonces Pedro se puso a maldecir y a jurar que no
conocía a ese hombre. En seguida cantó el gallo,
y Pedro recordó las palabras que Jesús había dicho:
"Antes que cante el gallo, me negarás tres veces". Y saliendo, lloró
amargamente.
Cuando amaneció, todos los sumos sacerdotes y ancianos
del pueblo deliberaron sobre la manera de hacer ejecutar a Jesús.
Después de haberlo atado, lo llevaron ante Pilato, el
gobernador, y se lo entregaron.
Judas, el que lo entregó, viendo que Jesús había sido
condenado, lleno de remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata a los
sumos sacerdotes y a los ancianos,
diciendo: "He pecado, entregando sangre
inocente". Ellos respondieron: "¿Qué nos importa? Es asunto
tuyo".
Entonces él, arrojando las monedas en el Templo, salió
y se ahorcó.
Los sumos sacerdotes, juntando el dinero, dijeron:
"No está permitido ponerlo en el tesoro, porque es precio de sangre".
Después de deliberar, compraron con él un campo,
llamado "del alfarero", para sepultar a los extranjeros.
Por esta razón se lo llama hasta el día de hoy
"Campo de sangre".
Así se cumplió lo anunciado por el profeta Jeremías: Y
ellos recogieron las treinta monedas de plata, cantidad en que fue tasado aquel
a quien pusieron precio los israelitas.
Con el dinero se compró el "Campo del
alfarero", como el Señor me lo había ordenado.
Jesús compareció ante el gobernador, y este le
preguntó: "¿Tú eres el rey de los judíos?". El respondió: "Tú lo
dices".
Al ser acusado por los sumos sacerdotes y los ancianos,
no respondió nada.
Pilato le dijo: "¿No oyes todo lo que declaran
contra ti?".
Jesús no respondió a ninguna de sus preguntas, y esto
dejó muy admirado al gobernador.
En cada Fiesta, el gobernador acostumbraba a poner en
libertad a un preso, a elección del pueblo.
Había entonces uno famoso, llamado Barrabás.
Pilato preguntó al pueblo que estaba reunido: "¿A
quién quieren que ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado el
Mesías?".
El sabía bien que lo habían entregado por envidia.
Mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le
mandó decir: "No te mezcles en el asunto de ese justo, porque hoy, por su
causa, tuve un sueño que me hizo sufrir mucho".
Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos
convencieron a la multitud que pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de
Jesús.
Tomando de nuevo la palabra, el gobernador les
preguntó: "¿A cuál de los dos quieren que ponga en libertad?". Ellos
respondieron: "A Barrabás".
Pilato continuó: "¿Y qué haré con Jesús, llamado
el Mesías?". Todos respondieron: "¡Que sea crucificado!".
El insistió: "¿Qué mal ha hecho?". Pero
ellos gritaban cada vez más fuerte: "¡Que sea crucificado!".
Al ver que no se llegaba a nada, sino que aumentaba el
tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud,
diciendo: "Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes".
Y todo el pueblo respondió: "Que su sangre caiga
sobre nosotros y sobre nuestros hijos".
Entonces, Pilato puso en libertad a Barrabás; y a
Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado.
Los soldados del gobernador llevaron a Jesús al
pretorio y reunieron a toda la guardia alrededor de él.
Entonces lo desvistieron y le pusieron un manto rojo.
Luego tejieron una corona de espinas y la colocaron sobre
su cabeza, pusieron una caña en su mano derecha y, doblando la rodilla delante
de él, se burlaban, diciendo: "Salud, rey de los judíos".
Y escupiéndolo, le quitaron la caña y con ella le
golpeaban la cabeza.
Después de haberse burlado de él, le quitaron el
manto, le pusieron de nuevo sus vestiduras y lo llevaron a crucificar.
Al salir, se encontraron con un hombre de Cirene,
llamado Simón, y lo obligaron a llevar la cruz.
Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota, que
significa "lugar del Cráneo",
le dieron de beber vino con hiel. El lo probó, pero no
quiso tomarlo.
Después de crucificarlo, los soldados sortearon sus
vestiduras y se las repartieron;
y sentándose allí, se quedaron para custodiarlo.
Colocaron sobre su cabeza una inscripción con el motivo
de su condena: "Este es Jesús, el rey de los judíos".
Al mismo tiempo, fueron crucificados con él dos
ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda.
Los que pasaban, lo insultaban y, moviendo la cabeza,
decían: "Tú, que destruyes el Templo y en tres
días lo vuelves a edificar, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja
de la cruz!".
De la misma manera, los sumos sacerdotes, junto con
los escribas y los ancianos, se burlaban, diciendo:
"¡Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí
mismo! Es rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él.
Ha confiado en Dios; que él lo libre ahora si lo ama,
ya que él dijo: "Yo soy Hijo de Dios".
También lo insultaban los ladrones crucificados con
él.
Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, las
tinieblas cubrieron toda la región.
Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz:
"Elí, Elí, lemá sabactani", que significa: "Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?".
Algunos de los que se encontraban allí, al oírlo,
dijeron: "Está llamando a Elías".
En seguida, uno de ellos corrió a tomar una esponja,
la empapó en vinagre y, poniéndola en la punta de una caña, le dio de beber.
Pero los otros le decían: "Espera, veamos si
Elías viene a salvarlo".
Entonces Jesús, clamando otra vez con voz potente,
entregó su espíritu.
Inmediatamente, el velo del Templo se rasgó en dos, de
arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron
y las tumbas se abrieron. Muchos cuerpos de santos que
habían muerto resucitaron
y, saliendo de las tumbas después que Jesús resucitó,
entraron en la Ciudad santa y se aparecieron a mucha gente.
El centurión y los hombres que custodiaban a Jesús, al
ver el terremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron:
"¡Verdaderamente, este era el Hijo de Dios!".
Había allí muchas mujeres que miraban de lejos: eran
las mismas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirlo.
Entre ellas estaban María Magdalena, María -la madre
de Santiago y de José- y la madre de los hijos de Zebedeo.
Al atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea,
llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús,
y fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús.
Pilato ordenó que se lo entregaran.
Entonces José tomó el cuerpo, lo envolvió en una
sábana limpia
y lo depositó en un sepulcro nuevo que se había hecho
cavar en la roca. Después hizo rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro,
y se fue.
María Magdalena y la otra María estaban sentadas
frente al sepulcro.
A la mañana siguiente, es decir, después del día de la
Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron y se presentaron
ante Pilato,
diciéndole: "Señor, nosotros nos hemos acordado
de que ese impostor, cuando aún vivía, dijo: 'A los tres días resucitaré'.
Ordena que el sepulcro sea custodiado hasta el tercer
día, no sea que sus discípulos roben el cuerpo y luego digan al pueblo: '¡Ha
resucitado!'. Este último engaño sería peor que el primero".
Pilato les respondió: "Ahí tienen la guardia,
vayan y aseguren la vigilancia como lo crean conveniente".
Ellos fueron y aseguraron la vigilancia del sepulcro,
sellando la piedra y dejando allí la guardia."
REFLEXIÓN
Viene Jesús a Jerusalén a celebrar la Pascua, con sus
discípulos, pero sabiendo que para él iba a tener un significado decisivo, que cambiaría
su historia personal y la historia del mundo. Por lo pronto suponía una fuerte
angustia: “Ahora mi alma está turbada… ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¿si
he llegado a esta hora para esto!” (Jn 12,27). En otro momento hace también
referencia a esta tensión íntima: “Con un Bautismo tengo que ser bautizado y
‘qué angustia hasta que se cumpla!” (Lc 12,50). Pero también suponía un fuerte
deseo: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros” (Lc 22,15). Se
trataba ciertamente de una verdadera agonía, una lucha de muerte entre el
instinto conservador y la fuerza del amor. Porque el amor llegaba ahora en
Jesús a su máxima expresión. Era un amor semejante al fuego: “He venido a traer
fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que estuviera ya ardiendo!” (Lc 12,49).
Llega por fin a Jerusalén. Es una ciudad espléndida y santa,
pero es también la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que le son
enviados, una ciudad ciega y cruel. Jesús, al ver la ciudad, no puede contener
las lágrimas. Podría ser para ella un día memorable, el tiempo de la gracia y
la salvación. Pero Jerusalén no comprende, estaba cerrada en sí misma y era
incapaz de reconocer a aquel que le traía la paz y la salvación. Trágicas serán
sus consecuencias.
Ahora es el tiempo del Siervo. El Siervo es el anticipo del
rey o del amo. Jesús había manifestado claramente su opción, rechazando los
ideales que manifestaban sus discípulos: “Los jefes de las naciones las
tiranizan, y los grandes las oprimen… Pero no ha de ser así entre vosotros,
sino que el que quiera llegar a ser grande… será vuestro servidor… que tampoco
el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida como
rescate por muchos” (Mc 10, 42.45). Este mismo tema lo coloca Lucas en la
Última Cena: refiriéndose a la mesa, concluye: “Pues yo estoy en medio de
vosotros como el que sirve” (Lc 22,25-27). O sea, que la postura de Jesús no
varió después de su entronización como Mesías rey.
El Siervo se presenta como profecía contra el poder del
mundo. No quiere dominar, sino servir. No quiere acaparar riquezas, sino
compartir. En vez de gravar con impuestos, derrocha sus gracias. No quiere
hacer llorar, sino consolar. No quiere infringir heridas, sino curarlas. En vez
de dar palos, pone sus espaldas, y en vez de dar bofetadas, pone sus mejillas.
No se pone de parte de los verdugos, sino de las víctimas. No se arrodilla ante
los poderosos, sino ante los abatidos o ante los amigos. Se rodea de gente
sencilla, no de selectos ni por la clase ni por la ciencia ni por la virtud. No
castiga con multas o cárceles, sino con perdones y liberaciones; es enemigo de
todo tipo de cadenas e imposiciones. No busca los halagos, sino que defiende la
verdad. No condecora ni ofrece homenajes a los aristócratas o a los guerreros
victoriosos, sino que bendice a los pacíficos, a los pobres y a los que lloran.
No ha venido a quitar la vida de nadie, sino a dar la suya por todos.
En la Pasión de Jesús estas actitudes del Siervo se cumplen
de una manera dramática, llegan a su máxima expresión. Siguiendo los cantos de
Isaías, se los aplicamos enteramente a Jesús. Efectivamente, él vino a dar su
vida por todos, y hacer triunfar así el reino del amor. Con su entrega se
iniciará la era del Espíritu.
ENTRA EN TU INTERIOR
ESCÁNDALO Y LOCURA
Los primeros cristianos lo sabían. Su fe en un Dios
crucificado sólo podía ser considerada como un escándalo y una locura. ¿A quién
se le había ocurrido decir algo tan absurdo y horrendo de Dios? Nunca religión
alguna se ha atrevido a confesar algo semejante.
Ciertamente, lo primero que todos descubrimos en el
crucificado del Gólgota, torturado injustamente hasta la muerte por las
autoridades religiosas y el poder político, es la fuerza destructora del mal,
la crueldad del odio y el fanatismo de la mentira. Pero ahí precisamente, en
esa víctima inocente, los seguidores de Jesús vemos a Dios identificado con
todas las víctimas de todos los tiempos.
Despojado de todo poder dominador, de toda belleza estética,
de todo éxito político y toda aureola religiosa, Dios se nos revela, en lo más
puro e insondable de su misterio, como amor y sólo amor. No existe ni existirá
nunca un Dios frío, apático e indiferente. Sólo un Dios que padece con
nosotros, sufre nuestros sufrimientos y muere nuestra muerte.
Este Dios crucificado no es un Dios poderoso y controlador,
que trata de someter a sus hijos e hijas buscando siempre su gloria y honor. Es
un Dios humilde y paciente, que respeta hasta el final la libertad del ser
humano, aunque nosotros abusemos una y otra vez de su amor. Prefiere ser
víctima de sus criaturas antes que verdugo.
Este Dios crucificado no es el Dios justiciero, resentido y
vengativo que todavía sigue turbando la conciencia de no pocos creyentes. Desde
la cruz, Dios no responde al mal con el mal. “En Cristo está Dios, no tomando
en cuenta las transgresiones de los hombres, sino reconciliando al mundo
consigo” (2 Corintios 5,19). Mientras nosotros hablamos de méritos, culpas o
derechos adquiridos, Dios nos está acogiendo a todos con su amor insondable y
su perdón.
Este Dios crucificado se revela hoy en todas las víctimas
inocentes. Está en la cruz del Calvario y está en todas las cruces donde sufren
y mueren los más inocentes: los niños hambrientos y las mujeres maltratadas,
los torturados por los verdugos del poder, los explotados por nuestro
bienestar, los olvidados por nuestra religión.
Los cristianos seguimos celebrando al Dios crucificado, para
no olvidar nunca el “amor loco” de Dios a la humanidad y para mantener vivo el
recuerdo de todos los crucificados. Es un escándalo y una locura. Sin embargo,
para quienes seguimos a Jesús y creemos en el misterio redentor que se encierra
en su muerte, es la fuerza que sostiene nuestra esperanza y nuestra lucha por
un mundo más humano.
José Antonio Pagola
ORA EN TU INTERIOR
Estas realidades no son cosa del pasado. La Pasión y la
Pascua se prolongan. Miramos al Cristo del siglo I y al Cristo del siglo XXI.
La historia se repite, pero multiplicada por millones. “Masas dolientes y
hambrientas a causa de la injusticia humana reclaman la victoria de la vida, la
resurrección, la exaltación en el Reino de Dios, que está en marcha”.
Está en marcha. El triunfo se ha anticipado en Jesucristo,
pero no se ha completado. Seguimos, no recordando, sino celebrando y viviendo
el drama. Porque sí, “en esperanza fuimos salvados” (Rom 8,24).
ORACIÓN
El Rey de
la paz nos invita a su banquete. Hambrientos de vida, acerquémonos con fe a
quien entrega su Cuerpo por la salvación del mundo.
Expliquemos el
Evangelio a los niños.
Imágen de Patxi
Velasco FANO.
++++++++++++++++++
“Pues si yo, el Maestro
y el Señor, os he lavado los pies,
también vosotros debéis
lavaros los pies unos a otros…”
6 DE ABRIL
JUEVES SANTO DE LA CENA
DEL SEÑOR
COLOR LITÚRGICO BLANCO
1ª Lectura: Éxodo
12,1-8.11
Salmo: 115
2ª Lectura: 1 Corintios
11,23-26
PALABRA DEL DÍA
Juan 13,1-15
“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que
había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los
suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando, ya el
diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo
entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que
venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y,
tomando una toalla, se la ciñe, luego echa agua en la jofaina y se pone a
lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había
ceñido. Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo: -“Señor, ¿lavarme los pies tú a
mí?”. Jesús le replicó: -“Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo
comprenderás más tarde”. Pedro le dijo: -“No me lavarás los pies jamás”. Jesús
le contestó: -“Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo”. Simón Pedro le
dijo: -“Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza”. Jesús le
dijo: -“Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo
él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos”. Porque sabía
quién lo iba a entregar, por eso dijo: “No todos estáis limpios”. Cuando acabó
de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo:
-“¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y
“el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os
he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os
he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo
hagáis”.
Versión para América
Latina extraída de la Biblia del Pueblo de Dios.
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que
había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a
los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin.
Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado
a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo,
sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus
manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios,
se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una
toalla se la ató a la cintura.
Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los
pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura.
Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo:
"¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?".
Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora
lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás".
"No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies
a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi
suerte".
"Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo
los pies, sino también las manos y la cabeza!".
Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita
lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también
están limpios, aunque no todos".
El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había
dicho: "No todos ustedes están limpios".
Después de haberles lavado los pies, se puso el manto,
volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con
ustedes?
Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón,
porque lo soy.
Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado
los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros.
Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo
hice con ustedes."
REFLEXIÓN
Si la tarde del Jueves Santo tuviéramos que arreglar cuentas
con el Señor, quedaríamos endeudados para siempre. Las facturas de amor son
impagables. Esta tarde Jesús nos amó hasta el fin. Su amor desborda en
palabras, gestos y sentimientos. La temperatura del Cenáculo fue en aquellos
momentos la más alta de la tierra y de la historia. No hay calor más grande, no
hay amor más grande.
El Hijo de Dios descendió por el camino del amor. El amor
verdadero nos enseña a descender. Toda la vida de Jesús fue una carrera
descendente, desde la cuna a la cruz, pasando por Nazaret.
Dios se hizo hombre para aprender a llorar y a servir. “Se
despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo” (Flp 2,7).
¡Cuántas admiraciones tendríamos que poner aquí! Estas ideas
ya las hemos escuchado muchas veces y estamos acostumbrados. Pero no debiéramos
acostumbrarnos, sino estremecernos. Y más, debiéramos ejercitarnos en el
compromiso diaconal. Éste es el principio constitutivo de toda diaconía. Porque
un amor que no se hace servicio, un amor que no se ciñe la toalla, coge una
jofaina y no se pone a lavarles los pies a los hermano, no es amor.
Conocer el amor de Cristo es tarea que nos supera, porque
excede todo lo que nosotros sabemos del amor
Es como el amor de los amigos, pero más.
Es como el amor enamorado, pero más.
Es como el amor del padre y de la madre, pero más.
Es como el amor de los hijos y los hermanos, pero más.
Es como el amor del que sirve, pero más.
Es como el amor del que comparte, pero más.
Es como el amor del que perdona, pero más.
Es como el amor del que se entrega, pero más. Es como el amor
humano todo junto, pero más.
Sí, conocer el amor de Cristo, que no se trata de conocerlo
de manera teórica. Por ahí podemos llegar hasta un cierto límite, aun contando
con la gracia y la luz de Dios. Lo que pedimos es un conocimiento de
participación y comunión.
Este conocimiento tiene que ver con el don de sabiduría, pero
más con el fruto de la caridad. Que Dios te haga sentir su amor. Sólo el que es
amado y el que ama sabe lo que es el amor.
Él te amó primero. En ese amor aceptado y concienciado puedes
conocer lo que es el misterio del amor divino, tal como se manifestó en
Jesucristo. Un amor infinito en misericordia y generosidad.
El lavatorio de los pies es el signo que prepara o
complementa el den pan partido y la sangre derramada. Nos asombra de inmediato
la humildad de este Dios, despojado de su túnica divina y ahora maestro
despojado de su manto, señor sin diván y sin anillos; y nos asombra la caridad
de este Dios, caridad servicial, un amor delicado y detallista, vestido con
traje de criado.
Era un gesto muy característico de Jesús: partir el pan. Lo
bendecía, lo partía, lo compartía. Lo reconocían sus seguidores por esta
costumbre. Jesús era el que no retenía, el que daba un toque al pan que lo
hacía más sabroso, el que sabía compartir, nadie pasaba hambre junto a él.
Ahora, en la última Cena, el gesto se eleva a la categoría de
signo y sacramento. Jesús parte el pan, pero dice: éste es mi cuerpo que va a
ser entregado por vosotros (Lc 29,19).
ENTRA Y ORA EN TU INTERIOR
Presencia admirable de Cristo. En el pan que se parte y en el
vino que se ofrece está realmente el Señor.
Amor entregado. No sólo presencia, sino oblación. Se
actualiza –memorial- ese amor que llevó a Cristo a dar su vida; es el cuerpo
que se rompe por nosotros y la sangre que se derrama por nosotros.
Amor de comunión. Al comer el pan y beber el vino comemos el
cuerpo de Cristo y bebemos la sangre de Cristo. Es la expresión máxima de amor,
un amor que se deja comer.
Fermento de un mundo nuevo. El dinamismo eucarístico nos debe
llevar a hacer de nuestra sociedad y de nuestro mundo, una acción de gracias.
Anticipo del banquete del Reino. Jesús alude insistentemente
a otra cena, a otro banquete, en el que volverán a estar juntos “No beberé de más de este fruto de la vid
hasta el día en que con vosotros lo vuelve a beber, vino nuevo, en el reino de mi
padre.” (Mt 26,29). Así en cada Eucaristía –última cena- pregustamos la Cena
definitiva.
7 DE ABRIL
VIERNES SANTO EN LA
PASIÓN DEL SEÑOR
COLOR LITÚRGICO ROJO
1ª Lectura: Isaías
52,13-53,12
Salmo: 30
Segunda Lectura:
Hebreos: 4,14-16; 5,7-9
PALABRA DEL DÍA
PASIÓN SEGÚN SAN JUAN: 18,1-19,42
“En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos al otro lado
del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos. Judas, el traidor, conocía
también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos.
Judas entonces, tomando la patrulla y unos guardias de los sumos sacerdotes y
de los fariseos, entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo
todo lo que venía sobre él, se adelantó y les dijo: “¿A quién buscáis?”. Le
contestaron: “a Jesús, el Nazareno”. Les dijo Jesús: “Yo soy”. Estaba también
con ellos Judas, el traidor. Al decirles: “Yo soy”, retrocedieron y cayeron a
tierra. Les preguntó otra vez: “¿A quién buscáis?”. Ellos dijeron: “A Jesús, el
Nazareno”. Jesús contestó: “Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad
marchar a estos”. Y así se cumplió lo que había dicho: “No he perdido a ninguno
de los que me diste”, Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e
hirió al criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. Este criado se
llamaba Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro: “Mete la espada en la vaina. El
cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?”. La patrulla, el tribuno y
los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero
a Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año; era Caifás el
que había dado a los judíos este consejo: “Conviene que muera un solo hombre
por el pueblo”. Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo
era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo
sacerdote, mientras Pedro se quedó fuera a la puerta. Salió el otro discípulo,
el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La
criada que hacía de portera dijo entonces a Pedro: “¿No eres tú también de los
discípulos de ese hombre?” Él dijo: “No lo soy”. Los criados y los guardias
habían encendido un brasero, porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro
estaba con ellos de pié, calentándose. El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca
de sus discípulos y de la doctrina. Jesús le contestó: “Yo he hablado
abiertamente al mundo; yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el
templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por
qué me interrogas a mí? Interroga a los que me han oído, de qué les he hablado.
Ellos saben lo que he dicho yo”. Apenas dijo esto, uno de los guardias que
estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo: “¿Así contestas al sumo
sacerdote?”. Jesús respondió: “Si he faltado al hablar, muestra en qué he
faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?. Entonces Anás lo
envió atado a Caifás, sumo sacerdote. Simón Pedro estaba en pié, calentándose,
y le dijeron: “¿No eres tú también de sus discípulos?.” Él lo negó, diciendo: “No lo soy”. Uno de los
criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja,
le dijo: “¿No te he visto yo con él en el huerto?”. Pero volvió a negar, y
enseguida cantó un gallo. Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era el
amanecer, y ellos no entraron en el pretorio para no incurrir en impureza y
poder así comer la Pascua. Salió Pilato afuera, donde estaban ellos y dijo:
“¿Qué acusación presentáis contra este hombre?” Le contestaron: “Si este no
fuera un malhechor, no te lo entregaríamos”. Pilato les dijo: “Lleváoslo
vosotros y juzgadlo según vuestra ley”. Los judíos le dijeron: “No estamos
autorizados para dar muerte a nadie” Y así se cumplió lo que había dicho Jesús,
indicando de qué muerte iba a morir. Entró otra vez Pilato en el pretorio,
llamó a Jesús y le dijo: “¿Eres tú el rey de los judíos”?. Jesús le contestó:
“¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”. Pilato replicó:
“¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí,
¿qué has hecho?”. Jesús le contestó: “Mi reino no es de aquí”. Pilato le dijo:
“Con que, ¿tú eres rey?”. Jesús le contestó: “Tú lo dices: soy rey. Yo para
esto he he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la
verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Pilato le dijo: “Y, ¿qué
es la verdad?”. Dicho esto, salió otra vez a donde estaban los judíos y les
dijo: “Yo no encuentro en él ninguna culpa. Es costumbre entre vosotros que por
Pascua ponga a uno en libertad. ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?”.
Volvieron a gritar:”A ese no, a Barrabás”. El tal Barrabás era un bandido.
Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados trenzaron una
corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto
color púrpura; y, acercándose a él, le decían: “¡Salve, rey de los judíos!”. Y
le daban bofetadas. Pilato salió otra vez afuera y les dijo: “Mirad, os lo saco
afuera, para que sepáis que no encuentro en él ninguna culpa”. Y salió Jesús
afuera, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les
dijo: “Aquí lo tenéis”. Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias,
gritaron: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Pilato les dijo: “Lleváoslo vosotros y
crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él”. Los judíos le contestaron:
“Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se ha
declarado Hijo de Dios”. Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más y,
entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús:”¿De dónde eres tú?”. Pero Jesús
no le dio respuesta. Y Pilato le dijo: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo
autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?”. Jesús le contestó: “No
tendrías ninguna autoridad sobre mí, si no te la hubieran dado de lo alto. Por
eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor”. Desde este momento
Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban: “Si sueltas a ese, no
eres amigo del César. Todo el que se declara rey está contra el César”. Pilato
entonces, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal,
en el sitio que llaman “el Enlosado” (en hebreo Gábbata). Era el día de la
Preparación de la Pascua, hacia el mediodía. Y dijo Pilato a los judíos: “Aquí
tenéis a vuestro rey”. Ellos gritaron: “¡Fuera, fuera; crucifícalo!”. Pilato
les dijo: “¿A vuestro rey voy a crucificar?”. Contestaron los sumos sacerdotes:
“No tenemos más rey que “No tenemos más
rey que el César”. Entonces se lo entregó para que lo crucificaran. Tomaron a
Jesús, y él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado “de la calavera” (que
en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a
cada lado, y en medio, Jesús. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de
la cruz; en él estaba escrito: “Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos”.
Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde
crucificaron a Jesús, y estaba escrito en hebreo, latín y griego. Entonces los
sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: “No escribas: ·El rey de los
judíos”, sino: “este ha dicho: Soy el rey de los judíos”. Pilato les contestó:
“Lo escrito, escrito está”. Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron
su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica.
Era una túnica sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron:
“No la rasguemos, sino echemos a suerte, a ver a quién le toca”. Así se cumplió
la Escritura: “Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica”. Esto
hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de
su madre, María, la de Cleofás y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre
y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu
hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora,
el discípulo la recibió en su casa. Después de esto, sabiendo Jesús que todo
había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura, dijo: “Tengo
sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada
en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó
el vinagre, dijo: “Está cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el
espíritu. Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no
se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día
solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran.
Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que
habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto,
no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le
traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da
testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que
también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “No
le quebrarán un hueso”; y en otro lugar la Escritura dice: “Mirarán al que
atravesaron”. Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo clandestino
de Jesús por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el
cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo.
Llegó también Nicodemo, el que había ido a verle de noche, y trajo unas cien
libras de una mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron
todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un
huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo
donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el
sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.”
REFLEXIÓN
Juan nos ofrece una perspectiva singular de la pasión y
muerte de Jesús.
Sus padecimientos y su crucifixión son el camino a la gloria;
es el rey que victorioso vence al mundo y al príncipe de este mundo; elevado
sobre la cruz juzga al mundo y atrae a todos hacia él.
El episodio del huerto muestra el enfrentamiento entre la luz
y las tinieblas. Jesús, “luz del mundo”, se adelanta soberano. Judas y sus
acompañantes, que se presentan con “faroles y antorchas”, encarnan el rechazo a
la luz verdadera. Jesús aparece como el Buen Pastor que no abandona a sus
ovejas: “Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos”. Durante el proceso Jesús
aparece sereno y soberano. Desenmascara la ambigüedad de la autoridad de Pilato
y habla de su reino: “Mi reino no es de este mundo”, es decir, no es como los
reinos de la tierra. Su reino se basa en “la verdad”. Se entra en él aceptando
su palabra: “Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Como un rey, es coronado
de espinas y revestido de un manto. Así lo saludan los soldados: “Salve, rey de
los judíos”. Pilato lo presenta y la turba como “el Hombre”, pero la
muchedumbre lo rechaza.
Junto a la cruz de Jesús aparece congregada simbólicamente la
Iglesia, en la persona de “su Madre” y del “discípulo que tanto quería”. Su
Madre evoca a Sión-Jerusalén, que en medio del dolor engendra a sus hijos. El
discípulo es figura del creyente, que acoge a la Madre de Jesús como suya.
Al morir, Jesús entrega el Espíritu, fuente de la vida, que
lleva a la verdad completa. De su cuerpo brota “sangre y agua”, probable
alusión a los dones del Cristo glorificando a su comunidad: el bautismo y la
eucaristía. Su cuerpo, colocado en un sepulcro nuevo, será de ahora en adelante
el verdadero templo de Dios, fuente de vida y de salvación para la humanidad.
Jesús ha cumplido su misión: “Está cumplido”. El camino de
glorificación que le va a devolver victorioso a la gloria del Padre ha
comenzado. Ahora le toca continuar su tarea a su nuevo cuerpo místico, la
Iglesia, que acaba de nacer de la sangre y el agua de su corazón traspasado, y
al que ha dejado en las mejores manos: en las de María, su madre, desde hoy
confirmada como madre de la Iglesia, madre nuestra: “Mujer, ahí tienes a tu
hijo” y “ahí tienes a tu Madre”.
ENTRA EN TU INTERIOR
La señal del cristiano es la santa cruz. Donde quiera haya
una cruz habrá un cristiano, y donde quiera que haya un cristiano habrá una
cruz. Se multiplican las cruces en lugares sagrados y la lucimos y hacemos con
frecuencia la señal de la cruz. No importa que la quiten de los centros
oficiales, importa que la llevemos por dentro, donde nadie nos la podrá quitar.
Es señal del cristiano porque por ella nos vino la salvación, porque se
convirtió en fuente inagotable de gracia.
Pero permitidme sólo una llamada de atención: Cruz significa
amor total y definitivo. Donde haya cruz tiene que haber amor.
Cristo sigue crucificado. Tantos Cristos que soportan cruces
indecibles. También a ellos debemos acercarnos y mirarlos con fe y comunión.
Alguna cruz todos tenemos, enfermedad, soledad, incomprensión, fracaso,
limitaciones, paro, pobreza, problemas familiares, desilusiones, miedos…
Decimos que la cruz de Cristo es muy grande y muy pesada, y
que tenemos que llevarla entre todos. Pero no. Es la cruz de los hombres la que
es grande, pesada, multiplicada, y Cristo quiere llevarla con nosotros. En cada
una de nuestras cruces, Cristo se hace presente y la comparte. Cargad con mi
cruz, nos dice, porque mi cruz es ligera y salvadora. Dadme las vuestras y os
sentiréis aliviados y santificados.
Nuestra mirada al crucificado debe ser de comunión. Como
miraban los mordidos por las serpientes venenosas a la serpiente del
estandarte, que Dios mandó a Moisés que hiciera y pusiera en alto. Eran curados
porque miraban con fe. “El Hijo del hombre tiene que ser levantado para que
todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3,14-15). Mirada de comunión,
como la de María cuando estaba junto a la cruz de su hijo.
ORACIÓN FINAL
Gracias, Jesús, porque en tu cruz nos has redimido. Hoy vamos
a poner todas nuestras miserias y pecados en esa cruz bendita: nuestro orgullo
en tu cabeza coronada, nuestras codicias en tus manos abiertas, rebosantes de
amor. Para ti fue un infierno de dolor, angustia y abandono. Cargaste con
nuestros pecados y en tus heridas fuimos salvados.
8 DE ABRIL
SÁBADO SANTO EN LA
SEPULTURA DEL SEÑOR
VIGILIA PASCUAL
COLOR LITÚRGICO BLANCO
1ª Lectura: Génesis
1,1-2,2
Salmo 103 (o bien Salmo
32)
2ª Lectura: Génesis
22,1-18
Salmo 15
3ª Lectura: Éxodo
14,15-15,1
Salmo 15
4ª Lectura: Isaías
54,5-14
Salmo 29
5ª Lectura: Isaías
55,1-11
Salmo (Isaías 12)
6ª Lectura: Baruc
3,9-15.32-4,4
Salmo 18
7ª Lectura: Ezequiel
36,16-28
Salmo 41 (o bien 12, 42
o 50)
SE ENCIENDEN LAS
CANDELAS Y SE CANTA EL HIMNO DEL GLORIA
Epístola: Romanos
6,3-11
Salmo Aleluyático 117
EVANGELIO
Mateo 28,1-10
“Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la
semana, María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro.
De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el
Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó
sobre ella.
Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras
eran blancas como la nieve.
Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron
como muertos.
El Ángel dijo a las mujeres: "No teman, yo sé que
ustedes buscan a Jesús, el Crucificado.
No está aquí, porque ha resucitado como lo había
dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba,
y vayan en seguida a decir a sus discípulos: 'Ha
resucitado de entre los muertos, e irá antes que
ustedes a Galilea: allí lo verán'. Esto es lo que
tenía que decirles".
Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron
rápidamente del sepulcro y fueron a
dar la noticia a los discípulos.
De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó,
diciendo: "Alégrense". Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se
postraron delante de él.
Y Jesús les dijo: "No teman; avisen a mis
hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán".
REFLEXIÓN
Cristo pasó por la noche más amarga. Amó hasta el final y
sufrió hasta el final, en su cuerpo y en su alma. Hemos podido penetrar un
poquito en ese exceso de amor y de dolor. Hemos podido seguir sus pasos,
escuchar sus palabras o sus gritos, besar sus llagas, ungir su cuerpo.
Pero en lo más cerrado de la noche, cuando estaba en el
sepulcro y podría esperarse que fuera mordido por la corrupción, todo se
transforma, en la tumba entró el sol, su cuerpo fue ungido y alentado por el
Espíritu, y su inmenso corazón empezó a latir con fuerza. “Esta es la noche en
que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciendo victorioso del abismo”,
cantamos en el Pregón Pascual.
La humanidad de Cristo queda así enteramente espiritualizada
y divinizada. Cristo se unifica con el Padre y el espíritu. Cristo se convierte
en puro amor, en llama que “arde sin apagarse”, en presencia resucitada y
glorificada. Ya puede estar a la vez con el Padre y con nosotros. Ya siempre
está “en medio” de nosotros.
Cristo resucitado es belleza inigualable, ideal de la
humanidad, modelo del hombre nuevo. Quiso conservar sus llagas como joyas
ardientes y trofeo. Es fuerza transformadora, que vence nuestros miedos y
supera nuestras dificultades. Es santidad contagiosa, que perdona todo pecado y
transmite Espíritu de Dios. Es amor victorioso, que vence todo egoísmo y lo
llena todo de misericordia y amistad.
En esta noche de Pascua Cristo es el amado. En esta noche de
Pascua los que aman a Cristo pueden unirse con él. Es noche de amores. ¿No te
sientes enamorado-enamorada?
Enamorarse es vivir en amor, que la vida toda sea amor.
Enamorarse de Cristo es vivir en común unión con él, de manera que haya un
trasvase de vida del uno en el otro, hasta llegar a la unión consumada,
identificarse el uno con el otro, transformarse el uno en el otro.
Es la espiritualidad que san Pablo desarrolla de muchas
maneras, el cristiano tiene que llenarse de la vida nueva de Cristo, tiene que
llegar a ser otro Cristo. Para ello:
Ha de morir y resucitar con Cristo (col 3,1-3).
Ha de vivir la vida de Cristo (Rom 6,8), hasta el punto de
que él sea vida nuestra (Col 3,4).
Ha de vivir en Cristo, o que Cristo viva en él, que pueda
llegar a decir: “es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20; Flp 1,21).
Ha de injertarse en Cristo y estar en Cristo.
ENTRA EN TU INTERIOR
Gracias, Jesús, por tu pasión, por tu muerte y por tu
resurrección. Gracias, Jesús, por tu amor, que fue capaz de dar la vida para
hacer triunfar la vida. Me amaste y te entregaste por mí. No me canso de
admirar, no me canso de meditar y agradecer.
Asumiste nuestro dolor y ya los dolores no duelen tanto. ¡Qué
maravillosa es tu medicina! Asumiste nuestras angustias y amarguras, nuestras
depresiones y vacíos, y ya la noche del alma se ha iluminado. Ya no hay lugar
para la desesperación. Todos nuestros sufrimientos han sido por ti redimidos y
pueden ser redentores.
Asumiste nuestro pecado -¡qué terrible peso!-, pero ya todos
están perdonados y borrados. Podemos decir al pecador más grande: Confía, hijo,
ya estás curado, ya eres un hombre nuevo; confía, hijo, no mires al pasado,
Dios ya no se acuerda, la vida empieza otra vez, confía, hijo, el cielo se abre
de nuevo para ti, ya estás en el paraíso. Pero no peques más.
ORA EN TU INTERIOR
Bajaste, Señor, a nuestros infiernos, y ya todas sus puertas
están abiertas, tú tienes las llaves, Señor de la luz y de la vida. Eres el
gran libertador. Todas las losas sepulcrales que aplastaban a los hombres están
rotas; todos los prisioneros que gemían en los infiernos están rescatados; ya
todos pueden salir de sus sepulcros; y el canto de libertad que tú iniciaste ya
está en nuestros labios.
ORACIÓN FINAL
Gracias, Jesús, amigo nuestro. Si nos has amado tanto, sería
una indignidad no responder con amor. Danos capacidad para amar como tú, con
amor solidario y entregado. Danos capacidad para amar hasta la muerte. Haznos
sentir la victoria de tu amor. Danos tu Espíritu, que es nuestra fuerza y
nuestra victoria. Y haznos testigos de tu amor en el mundo.
9 DE ABRIL
DOMINGO DE PASCUA DE LA
RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
COLOR LITÚRGICO BLANCO
1ª Lectura: Hechos de
los Apóstoles 10,34.37-43
Salmo 117
2ª Lectura: Colosenses
3,1-4 (o bien 1ª Corintios 5,6-8
EVANGELIO DEL DÍA
Juan 20,1-9
“El primer día de la semana, María Magdalena fue al
sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del
sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a
quien tanto quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y
no sabemos dónde lo han puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del
sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro;
se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el
suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el
sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la
cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al
sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura:
que él había de resucitar de entre los muertos.”
Versión para América
Latina extraída de la Biblia del Pueblo de Dios.
“El primer día de la semana, de madrugada, cuando
todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra
había sido sacada.
Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro
discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al
Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al
sepulcro.
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió
más rápidamente que Pedro y llegó antes.
Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo,
aunque no entró.
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en
el sepulcro: vio las vendas en el suelo,
y también el sudario que había cubierto su cabeza;
este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte.
Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes
al sepulcro: él también vio y creyó.
Todavía no habían comprendido que, según la Escritura,
él debía resucitar de entre los muertos”.
REFLEXIÓN
¿Crees en la resurrección? La fe en la resurrección no es
producto de un deseo, un sueño o una añoranza, es fruto de un encuentro con el
Resucitado. Quizá no lo haya visto ni palpado, pero lo he experimentado. Puedo
recibir de mis padres y catequistas la enseñanza y la doctrina, pero no basta.
Mi fe será viva, no enseñada, cuando de algún modo haya experimentado la
presencia viva de Jesús. Sólo así podré ser testigo de la Pascua.
De algún modo una sensación de presencia, una palabra, una
fortaleza, una alegría, una providencia, una esperanza, un amor… pero no como
virtud, sino como fruto del Espíritu de Jesús.
La resurrección. Es el triunfo de la vida. La muerte es
nuestro gran interrogante y nuestro angustioso horizonte. Humanamente hablando
es muy difícil superar este miedo “mortal”. La muerte se presenta como
disolución y corrupción, como silencio y vacío, como nada. “El abismo no te da
gracias, ni la muerte te alaba, ni esperan en tu fidelidad los que bajan a la
fosa”, dice Isaías.
Esta paz y este gozo ante la muerte es fruto de la
resurrección. El espíritu de Dios ha podido convertir la corrupción en
floración, la disgregación en principio de unificación, el vacío en plenitud,
la nada en nueva creación y la soledad absoluta en encuentros de comunión. La
muerte, pues, no es el final de la vida, sino el paso, el principio de nueva
vida. La muerte ya te puede alabar y los que bajan a la fosa seguirán esperando
en tu fidelidad. Creer en el Resucitado es poder decir: “Cristo, vida mía”.
Es el triunfo del amor. Es pura coherencia, porque la vida
consiste en amar. Se nos dijo que el amor es fuerte como la muerte, ahora sabemos
que el amor es más fuerte que la muerte. Bastaría escuchar el himno triunfal de
Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?... Estoy seguro que ni la
muerte ni la vida…, ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8,35.38-39)
Es el triunfo de la
esperanza. Ahora la esperanza se siente aún más segura y más cargada de
razones. Ahora se puede creer en nuevas utopías y mirar al futuro con más
optimismo. Ahora sabemos que el final no será la desgracia, sino la gracia; no
el dolor, sino el gozo, no la injusticia o la opresión, sino la liberación.
El triunfo de la santidad. La Pascua de la Resurrección
significa el triunfo de la gracia. Los pecados quedaron ya clavados en la cruz
o enterrados en el sepulcro. También nosotros, por la fe y por el Bautismo,
resucitamos a una vida nueva. “Celebramos la Pascua, no con la levadura vieja
(levadura de corrupción y de maldad) sino con los panes ázimos de la sinceridad
y la verdad”.
El triunfo de la alegría. “La única tristeza es la de no ser
santo”. Cristo resucitado irradia su paz
y su alegría dondequiera se manifieste. La paz y la alegría van siempre juntas. “Paz con vosotros… Y
ellos se alegraron de ver al Señor” Pedro matiza y califica esta alegría pascual: “Rebosando de alegría
inefable y gloriosa”, que procede de la fe en el Resucitado y del amor del
resucitado, que nos amó primero. La mayor alegría es sentirse amado.
No es una alegría barata. Es una alegría que es don del
Espíritu. No proviene de la santificación de los sentidos, sino del encuentro
con el Señor. Aunque no le hayamos visto, él se nos ha manifestado en fe y
amor.
La alegría, naturalmente, está reñida con el temor. Cuando
Jesús resucitado se acerca, se alejan
huyendo los temores. “No temas. No temas. Soy yo” No está reñida
con el sufrimiento, “aunque seáis
afligidos con diversas pruebas”.
ENTRA EN TU INTERIOR
Cristo no sólo resucitó, sino que resucita entre nosotros y
en nosotros, por eso es Pascua. Nuestra celebración tiene que llevarnos al
encuentro con Jesús.
Un encuentro como el de la Magdalena y demás mujeres. Amaban
a Jesús. Iban con sus aromas y sus penas, pero la experiencia pascual les
transformó, “y llenas de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos”.
Un encuentro como el de los discípulos de Emaús, el símbolo
de la desesperanza. Pero, después de escuchar y reconocer a Jesús en la
fracción del pan, volvieron entusiasmados, testigos de la verdad de la Pascua.
ORA EN TU INTERIOR
Abre tus puertas a Jesús resucitado. Él quiere penetrar
también en tu corazón. Ábrele tu corazón. Él quiere hablarte. Entonces tu
corazón se irá encendiendo con su palabra. Él quiere partir el pan contigo.
Entonces te llenarás de vida nueva. Él quiere exhalar sobre ti su Espíritu.
Entonces te llenarás de fuerza santa y de alegría.
¿Sientes más paz y alegría? Entonces es que Cristo ha
resucitado.
¿Sientes más fuerza espiritual? Entonces es que Cristo ha
resucitado.
¿Sientes más paciencia y mansedumbre? Entonces es que Cristo
ha resucitado.
¿Sientes más seguridad, más luz? Entonces es que Cristo ha
resucitado.
¿Sientes más amor a los hermanos? Entonces es que Cristo ha
resucitado.
ORACIÓN FINAL
Te bendecimos, Padre, por la resurrección de Jesús, mientras
peregrinamos como pueblo tuyo por el desierto, atisbando la aurora y saludando
nuestra liberación. Es la nueva humanidad que nace en Cristo resucitado, el
hombre nuevo, el viviente, el vencedor de la muerte.
Según su mandato, queremos ser testigos del evangelio y
demostrar con nuestra vida que el amor es posible.
Vence con tu gracia nuestros miedos y cobardías. Haz que
reconozcamos a Jesús, y quedaremos asombrados de lo que su espíritu puede
realizar en y por nosotros. Amén.
Expliquemos el
Evangelio a los niños.
Imágenes de Patxi Velasco
FANO